Hermeses

Pilar Sáenz, Andrés Velásquez y Juan Pablo Parra


— El país está invivible, doctor —respondió Hermes. Su voz, normalmente grave y rasgada, sonaba tranquila y tierna—. Definitivamente, todo tiempo pasado fue mejor.

El senador Mendoza asintió y bebió despacio un trago de whisky. La luz amarilla de la oficina centelleaba en el vaso de cristal.

— El problema, Hermes, es que ya no respetan a las instituciones. Ahora todo el mundo tiene derecho a opinar, y peor, a burlarse.

Hermes cerró los ojos y meneó la cabeza levemente.

— Imagínese, doctor. A esto hemos llegado. ¿En qué momento se jodió este país?

— Este país siempre ha estado jodido, Hermes. Acuérdate de la chusma en la plaza. Pero es que esa bendita vaina que hay ahora de andar burlándose de los honorables hombres de la patria y diciendo impertinencias con sus celulares y sus computadores en el internet ese; simplemente no tiene nombre. Es peor que una plaga bíblica.

— Es que son unos libertinos —agregó Hermes.

El doctor Mendoza dejó el vaso de vidrio sobre su escritorio y se inclinó un poco sobre la mesa:

— El diablo es puerco, Hermes. El diablo es puerco.

Hermes asintió, esta vez con devoción.

— ¿Y no hay nada que podamos hacer, doctor?

El Senador Roberto Mendoza sonrió y juntó sus muñecas como si le hubieran puesto unas esposas invisibles.

— Nos tienen atrapados con su ley de libertades. Jodidos.

Hermes se puso de pie y se sentó de nuevo. Se llevó la mano a la boca y agachó la cabeza. Sus movimientos eran exagerados, torpes.

La indignación, como un leve choque eléctrico, sacudía su cuerpo. El doctor Mendoza lo observaba complacido, con la actitud amorosa de un titiritero que prepara su marioneta de palo y trapo para la función.

— Pero… —agregó Mendoza muy despacio, alargando la pausa.

— ¿Pero, qué doctor? Dígame, se lo suplico.

— Hay algo que podríamos hacer. Una misión delicada, peligrosa, que requiere a un buen elemento. Un hombre de principios: un caballero a la antigua.

Los ojos de Hermes centellearon.

— ¿Le interesa? —preguntó Mendoza.

— Pero por supuesto, doctor. ¿Cómo le puedo servir?

El senador lo miró en silencio unos segundos. Con cuidado, se desabrochó el primer botón de la camisa y tiró del rosario que colgaba de su cuello. Una a una, aparecieron las cuentas en sus manos, y, finalmente, surgió una pequeña cruz de madera y una llave gruesa. Mendoza se puso de pie y caminó hasta el otro lado de su oficina, donde se encontraba un cuadro del hombre de las leyes. Hermes seguía sentado frente al escritorio observando en silencio, curioso. El político se besó la palma de la mano y la posó sobre la pintura, empujándola y activando un mecanismo oculto. Después de que los sonidos de piñones terminaron, se abrió una puerta secreta.

Hermes veía la espalda y la calva del doctor. Roberto Mendoza pasó unos segundos detrás de la pequeña puerta de la bóveda, oculta tras la pintura. Al regresar, se acercó despacio y con sigilo a Hermes:

— ¿Ha escuchado de los viajes en el tiempo? —preguntó y le entregó un pequeño control remoto y un viejo maletín abultado.

*

Un cansancio inmenso invadió a Hermes Pinzón. Su piel, huesos, órganos y cartílagos seguían siendo los mismos, pero su mente se sentía agotada. La fatiga le cerraba los ojos, pero, poco a poco, cuando el tedio al fin se desvaneció, recuperó su fuerza. Como pudo, guardó el pequeño control en el viejo maletín de cuero. Aún le costaba respirar y se sentía como si hubiera estado nadando contra corriente o como si una gigantesca ola lo estuviera envolviendo y lo arrastrara. Sintió que una sucesión de imágenes, olores, sentimientos y momentos lo golpeaban y lo zarandeaba. Sacudió la cabeza y una escena se comenzó a formar ante sus ojos: vio el edificio del congreso rodeado por una multitud informe; vio la Plaza de Bolívar llena de colores y sonidos, vio… Después de unos segundos, la imagen se empezó a disipar lentamente; al final, desapareció del todo y solo quedó la luz blanca que iluminaba sin piedad y una larga fila de hombres tras un aviso: Oficina Intratemporal Hermesiana. Espere su turno para transitar.

En la oficina había una hilera que zigzagueaba de pared a pared, atrapada entre bastones grises y cinta negra. Al fondo del salón, había una pantalla cuadrada de unos dos metros, parecida a las usadas en los estadios de fútbol. En la amplitud del marco estaba delineado, de forma simétrica y con luces rojas, el número: trece millones novecientos cincuenta y dos mil setecientos ochenta y tres. Hermes se acercó a las otras personas y se sumó al final de la hilera.

— Hasta viajando en el tiempo llega uno tarde — refunfuñó. — El diablo es puerco.

El hombre frente a él, flaco, calvo y con gafas, volteó.

— Todos decimos lo mismo —respondió molesto y luego volvió a mirar al frente.

Hermes dudó por un segundo. No sabía si veía un reflejo o un clon. Dio un paso atrás para enfocarse mejor y confirmar su sospecha. La fila entera (cientos, tal vez miles de hombres) lucían, hablaban y se veían igual que él. O casi. Eran sujetos ciertamente similares, pero las diferencias abundaban aquí y allá; eran como los árboles que pueblan un bosque. Algunos eran más jóvenes, otros bastante entrados en años, algunos estaban en silla de ruedas, a otros les faltaba un pie o una oreja, otros usaban una bata sobre el saco de rombos, o llevaban puesto un sombrero de vaquero, o tenían piel de reptil; sin embargo, todos eran el mismo hombre: Hermes.

El Hermes recién llegado, el nuestro, se quedó mirando a sus hermanos anonadado, disfrutaba de las pequeñas diferencias. En eso estaba cuando vio al hombre de chaleco rojo. Era alto, pelinegro y usaba gafas gruesas. El desconocido, que no era un Hermes, poco a poco se acercó hasta que estuvo lo suficientemente cerca para entregarle un turno. A esa distancia, Hermes pudo ver que el desconocido tenía en la espalda una pequeña máquina gris con la que imprimía una larga tira. De ahí había sacado el papel que le pasó; tenía impreso el número ocho mil doscientos treinta y nueve.

— Joven… —Hermes se interrumpió buscando el nombre en el gafete—, Nicolás Mora, ¿usted sabe más o menos cuánto se demora esta fila? Estoy aquí por un asunto urgente.

Nicolás lo miró aburrido.

— Sí, ya sé, don Hermes —respondió con voz gangosa y soltó una risa ahogada. — Usted siempre dice lo mismo.

— No, joven, escúcheme bien. De mí depende el buen nombre, la honra y la dignidad de nuestros prohombres.

Nicolás lo miró y se acomodó las gafas. Luego señaló el papel que le había entregado con el turno:

— Hay tiempo para esperar, don Hermes. Vaya revisando el maletín. Ahí debe tener comidita para la espera y están los papeles que explican el tipo de tránsito que necesita. Cualquier duda, consulte el manual; si no entiende algo, pregunte a sus compañeros. O me llama y vemos cómo se le colabora don Hermes. Y no olvide guardar bien el control —Nicolás soltó de nuevo una risa ahogada y con sus manos hizo un gesto extraño que rememoraba la acción de serruchar.

Hermes ignoró ese último gesto y prefirió acomodarse en la fila. Aún era el último. Tomó el maletín y lo abrió, estaba atiborrado: no solo tenía un montón de papeles, en un compartimento para comida también había jugos de varios sabores, manzanas verdes, emparedados, dos pedazos de queso y unas galletas saltinas. Por lo visto, la espera iba para largo, pensó Hermes. Cerró la maleta, examinó la fila de Hermeses y luego sacó su celular para revisar sus fotos con Julia, su Julia, la bella sin par. Le dio un beso a la imagen de Julia parada frente a un lago y se guardó el celular en el bolsillo de la camisa, justo al lado del corazón, y junto a una boleta doble para ver la matiné del próximo sábado.

*

— Don Hermes, ¿no tendrá alguito para merendar? —dijo Nicolás.

— ¿Me está hablando a mí?

Nicolás meneó la cabeza con gesto negativo mirando al suelo. Llevaba puesta la misma camisa a cuadros abotonada hasta el cuello y el chaleco rojo.

— Pues claro que le hablo a usted. ¿O ve aquí a otra persona que se llame Hermes?

Una risa se extendió entre los Hermeses que estaban cerca.

— Debe estar bajo el efecto de sustancias psicotrópicas que ya ni sabe quién es —dijo otro Hermes cercano, uno inusualmente bajo.

— Ya no nos hacen como los de antes —respondió otro Hermes de ojos rasgados.

Luego, los dos Hermeses dijeron a coro:

— El diablo es puerco.

Nicolás sonrió, mostró los dientes de forma exagerada y carraspeó.

— Don Hermes, los nuevos tienen buena comida —luego se acercó un poco más para que los otros Hermeses no lo escucharan y susurró en su oído—: Yo lo puedo ayudar a transitar sin tanto esfuerzo.

Nicolás dio un paso atrás. Con la lengua empujaba su cachete desde adentro y desde afuera se veía como se abultaba.

— ¿Primera vez en tránsito? —preguntó Nicolás.

Hermes, el nuestro, miró para los lados y pensó que debieron haber metido un atomizador espanta-chusma en el maletín. Quería rociar a Nicolás y a todos los zánganos que se hacían llamar como él.

— Sí, es mi primera vez.

El Hermes que estaba justo en frente en la fila se dio la vuelta y los encaró.

— Che, no te preocupés y ni le vayás a creer a este pibe que es del Boca —dijo un Hermes argentino, señalando a Nicolás.

Nuestro Hermes lo miró, apretó la mano extendida y abrió la boca, pero, antes de poder pronunciar una palabra, su gemelo del sur continuó:

— Tranquilizate, la primera vez que viajás en el tiempo puede ser desconcertante. Pedí información y algo de morfar a este pelotudo, ese es su laburo.

Los dos Hermeses miraron a Nicolás por encima de las gafas.

— ¿Qué esperás, pelotudo? Andá y traé fiambre para comer.

Nicolás se alejó lentamente, rezongando. Pasó junto a un Hermes con pijama y gorro de dormir que discretamente le entregó un neceser y luego junto a una Hermas alta y rubia, ante la que se detuvo, fingió que levantaba un sombrero invisible y siguió hasta desaparecer entre los otros Hermeses.

La fila seguía y se perdía en uno de sus incontables pliegues. Nuestro Hermes sintió una tristeza que se mezclaba con fastidio: la fila no se movía. Aquí y allá se veían Hermeses de chaleco, o con botas punteras y copete engominado, o con pelo rizado y ojos saltones. Cuando pensó que había pasado suficiente tiempo, revisó la pantalla, pero el turno en el gran tablero era el mismo. Parecía una hoja de calendario que nunca cambiaba, o un almanaque en que todos los días son el mismo. Un reloj que repitiera la misma hora, la voz robótica de un tono de espera puesta en bucle. Pensó de nuevo en Julia y la función de matiné. ¿Cuánto más tendría que esperar en la fila?

Nuestro Hermes se debatía ahora entre seguir revisando los papeles del maletín y buscarle la lengua a su hermano argentino para saber un poco más qué ocurría en ese lugar. Escogió lo segundo:

— ¿Será que se demora mucho todavía la fila?

El otro Hermes levantó la mirada de su celular, donde se transmitía un partido de fútbol.

— Claro, pibe, como tiene que ser. Somos tantos que hay un embotellamiento en bucle dentro del hoyo espacio-tiempo debido a la saturación del agujero de gusano por el que viajamos al presente y al pasado.

El Hermes argentino estiró los labios como para dar un pico y mostró todos sus dedos poniendo la mano hacía arriba como si fuera italiano.

— Ya sabés que los Hermes son pelotudos y se la pasan viajando y regresando para arreglar sus propias cagadas.

Nuestro Hermes se rascó la cabeza.

— Quiere decir… ¿es como un trancón, mijo?

— Seh’ —respondió el Hermes porteño, canchero.

Hermes asintió, resignado. Dejó el maletín en el piso y estiró la espalda. Luego miró hacia atrás, ya no era el último.

— El diablo es puerco —se lamentó.

*

gafas

Según los cálculos de Hermes, cada cinco o seis minutos, la fila se movía dos pasos. El tedio era insoportable. Todo era tan monótono que parecía que la espera fuera en la mitad de un desierto. La sala seguía completamente igual y, al fondo, el número en la pantalla, al parecer (ya había dejado de importar), era el mismo de cuando había llegado. Hermes ni siquiera lo podía recordar. Sin embargo, si se prestaba la suficiente atención, algo sí cambiaba. Cada tanto aparecían de la nada más Hermeses y se sumaban a la fila, que nunca paraba de crecer. Había algo de morbo en esta novedad. En la Oficina Intratemporal Hermesiana, los nuevos Hermeses eran en esencia el mismo, pero cada uno tenía una pequeña y a veces casi invisible diferencia, una diminuta cualidad o un mínimo rasgo. Esa sorpresa que causaba la aparición de alguien más generaba admiración en nuestro Hermes, que cada tanto volteaba, tan disimulado como podía, para ver y maravillarse, para reírse o disgustarse con las nuevas variantes que llegaban a la fila.

Precisamente por ello, por distraerse mirando un nuevo Hermes vestido de pirata, con sombrero negro, camisa sucia abierta en el pecho y una pata de palo, nuestro Hermes tropezó. Su caída provocó un traspié masivo; una reacción dominó, de todos los Hermeses detrás suyo.

— ¡Novatos! —exclamó con rabia un Hermes que estaba más adelante.

— Mire, chiflamicas —respondió el que, seguramente, era el Hermes más flaco y alto de la oficina. Parecía como si todas sus extremidades tuvieran las mismas medidas que el cuello de una jirafa—, si no sabe cómo se hace para avanzar en una fila, mejor hágase a un ladito y brinque por la primera puerta que se encuentre o por la que mejor le parezca. Aquí sí habemos personas que estamos en misiones importantes. Trascendentales. De vida o muerte.

— ¿De vida o muerte?, ¡ja!, eso cree usted —dijo nuestro Hermes, casi murmurando mientras miraba para otro lado.

El Hermes flaco y alto tocó con elegancia el brazo de nuestro Hermes. A pesar de que los separaban dos o tres de sus congéneres, sus puestos en la fila estaban muy separados. Los ires y venires de la línea de Hermeses, que se curvaba cada tanto, hacía que Hermeses que habían llegado con días de diferencias se toparan en los pliegues.

— Joven —empezó, pero antes de continuar, esperó a que nuestro Hermes le prestara atención—, le recomiendo que se tranquilice. Quizá no se ha dado cuenta, pero aquí todos somos iguales. Todas nuestras misiones son de vida o muerte…

El Hermes alto y flaco hablaba despacio, como si cada palabra le costara recorrer todo su cuello. Nuestro Hermes lo escuchaba con desesperación, consultaba su reloj de pulsera, como si tuviera prisa.

— Los cambios que los Hermeses hemos producido —continuó— han desencadenado una serie de anomalías en el espacio-tiempo que podrían desencadenar el apocalipsis, el Armagedón, la hecatombe. Así uno tenga buenas intenciones — el Hermes flaco y alto se detuvo unos segundos para bendecirse—, el Diablo es puerco.

— ¡No puede ser! —gruñó nuestro Hermes—. Tengo que prevenir al doctor Mendoza. Esta misión es más importante de lo que él pensaba.

El Hermes argentino, que prestaba atención a la discusión, intervino:

— Pero, ché, serás pelotudo. ¿Cómo que el doctor Mendoza? Te están avisando que el fin del mundo lo causa tu laburo y tú estás preocupado por tu jefe. No te lo puedo creer. ¡Despertá! ¡Estás a tiempo!

Un murmullo se extendió entre los Hermes alrededor. Nuestro viajero guardó silencio y miró sus zapatos. Eran unos mocasines cafés, ya muy gastados, que le había regalado su prometida: la hermosa Julia Solano Galindo. Junto a ellos, veía los zapatos de otros Hermeses, algunos parecidos a sus mocasines. Por primera vez, nuestro Hermes se preguntó si habría otras Julias y si cada Hermes amaría a una Julia.

— Despertá —repitió el Hermes argentino—. Decíme, ¿por qué estás aquí?

Hermes seguía pensando en Julia. Pero, más que en ella, en que se podría cortar de tajo la posibilidad de una vida juntos por cuenta de la misión del doctor Mendoza. Con esa idea en la mente, metió la mano en el bolsillo, sacó el pañuelo que le había regalado Julia y se secó el sudor de la frente.

— Yo… vengo aquí para proteger la honra de las personas de bien —dijo nuestro Hermes, titubeando. Nadie más habló. Los cercanos lo miraron esperando más información—. En mi mundo, la gente usa algo que llamamos internet para incomodar y mancillar impunemente a otras personas. Se ha vuelto una situación insufrible. Yo fui elegido para cambiar eso. Por eso estoy aquí.

Cuando terminó de hablar, se sentía más seguro de sí mismo, como si sus palabras le hubieran dado confianza. La idea de ser el elegido para defender a la gente de bien lo llenaba de orgullo. Dobló con cuidado el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo, junto a la boleta de matiné.

— A ver, pibe, ¿y es mejor un mundo en que la gente tenga derecho a hacer chistes o un mundo que deja de existir?

Hermes, por instinto, se llevó la mano al cinturón buscando su aspersor como una forma de responder a la afrenta.

— ¡Qué pregunta tan pendeja! Obviamente, es mejor que el mundo no se acabe.

— ¿Qué hace aquí entonces, don Hermes? —preguntó Nicolás, que se había acercado atraído por el chisme.

— Estoy aquí porque todos merecemos un lugar tranquilo sin que nos ataquen truhanes y chusmeros. Porque eso, Dios me bendiga, es lo correcto. Y el doctor Mendoza confía en mí.

Cada vez más Hermeses prestaban atención a la discusión. Incluso algunos que estaban muy lejos para escuchar, le pedían a otros Hermeses que les contaran lo que sucedía. El rumor de la rencilla se extendió de punta a punta de la fila de viajeros.

— Claro, pibe. ¿Pero vos no crees que la gente también necesita un lugar tranquilo para opinar o para burlarse? —preguntó el argentino.

— Salvo que los chistes sean malos —agregó Nicolás y empezó a reírse solo, hizo un ruido molesto, parecía como si se estuviera quedando sin aire.

Nuestro Hermes se alejó un paso de la fila, para pararse junto a Nicolás. Levantando la voz, se dirigió a todos los Hermeses:

— Nicolás es un pendejo, pero tiene razón: no hay derecho a hacer chistes malos, burlándose de los prohombres que hacen país.

Cuando terminó su proclama, nuestro Hermes se percató de lo que había hecho: se había salido de la línea. Ahora todos los Hermeses lo observaban en silencio parados frente a él. La fila, de repente, se había convertido en una multitud.

— Vuelva a la fila, revoltoso —dijeron desde algún punto de la multitud.

— Degenerado —agregaron desde otro punto.

Y, finalmente, un coro de voces al unísono concluyó:

— El diablo es puerco.

Hermes titubeó de nuevo y, en silencio, regresó a su lugar.

*

En las noches, las luces de la oficina se apagaban, pero el tablero no. Los Hermeses dormían, unos junto a otros, usando las chaquetas como almohada o como cobija. Cada dos o tres días, Nicolás aparecía en la mañana y acompañaba a los Hermeses, por turno, a una ducha dispuesta para los viajeros en el tiempo. Aquel ir y venir era lo único que ocasionaba que la fila se moviera. Antes de dormir, bajo la luz roja del tablero, nuestro Hermes siempre sacaba la foto de Julia y la ponía junto a su cabeza; también sacaba el pañuelo del bolsillo, lo olía y cerraba los ojos deseando soñar con ella.

A la mañana del octavo día después de su llegada, nuestro Hermes tuvo turno de baño. Mientras iba al aseo, escuchó cómo los otros Hermes murmuraban al verlo; escuchó que algunos lo llamaban: “el Hermes revolución tercero”. La ducha fue corta, pero el agua estaba tibia y el lugar estaba limpio. Al salir, vio que Nicolás lo esperaba en la puerta, comiendo una manzana.

— ¿Cómo le fue a don Hermes revolución tercero? —dijo Nicolás, al verlo salir.

Hermes le sonrió sin mostrar los dientes y se paró junto a él. Se recostó en la larga pared del baño.

— Cómo me gustaría un poquito de sol pa’ los huesos.

Nicolás tragó rápido y se acomodó las gafas.

— Don Hermes, pues regrese a su casa.

Hermes lo miró en silencio, sacó una peinilla del bolsillo trasero del pantalón y comenzó a acomodarse el pelo con cuidado. ¿Qué iba a hacer cuando necesitara cortarse el pelo?

— ¿Y qué le digo al doctor Mendoza?

Nicolás comenzó a reírse.

— Don Hermes, preocúpese por doña Julia. ¿Cómo le va a explicar que lleva ocho días perdido? Va a pensar que se fue con otra.

Hermes sonrió con tristeza. Ya había perdido la matiné. Un pequeño hueco se formó en su pecho.

— Sea serio, Nicolás. Para usted todo es libertinaje. Si no me va a poner atención, lléveme a la fila.

Frente a ellos, a unos diez metros, estaban otros Hermeses esperando su turno. Nuestro Hermes se sintió como si estuviera flotando en la orilla de un río que se mueve muy despacio. Nicolás le dio un último mordisco a la manzana y se limpió las manos contra el pantalón.

— Esta no es la primera vez que me pregunta qué decirle al doctor Mendoza. Y tampoco es la primera vez que le respondo, don Hermes. Y eso que se supone que el terco soy yo.

Nicolás mostró los dientes y soltó su risa ahogada.

Hermes no se rio. Guardó la peinilla y se metió las manos a los bolsillos.

— Pensé que era la primera vez que estaba aquí —dijo, mirando el suelo. Estuvo así un rato, como rezando. Luego levantó la cara y preguntó con voz baja—: Si esto ya había sucedido, ¿qué pasa después?

Nicolás lo miró serio. Sus ojos negros se veían grandes y fríos tras sus gafas.

— Eso no se lo puedo decir, pero va a tener tiempo para decidirlo.

Hermes sacó las manos del pantalón, miró a Nicolás y, cerrando los ojos e inclinando la cabeza, le expresó su agradecimiento. Solo dio tres pasos hacia la fila y se detuvo; regresó la mirada para echar un vistazo a Nicolás.

— Entonces, ¿esta es la tercera vez que viajo?

Nicolás negó con la cabeza.

— Aquí el tiempo es multidimensional. Otras versiones de usted han ido y han venido muchas veces. Imagine todos sus “yo” como trenes que van y vuelven por la misma vía y, al final del día, regresan a la misma estación.

Hermes asintió, se despidió de Nicolás desde lejos y caminó solitario de regreso a su lugar en la fila.

*

tarro

Esa noche, nuestro Hermes no pudo dormir. Había pasado la tarde intentando encontrar alguna forma de lograr que su futuro con Julia fuera posible. De entre las decenas de Hermeses con quienes habló, solo uno le había dado información útil. Se trataba de Hermes 512: una versión idéntica a él, con el que compartía una línea temporal muy cercana, pero que tenía ese número tatuado en el cuello.

Hermes 512 le contó que el “Hermes revolucionario segundo” había logrado tramitar una ley anti burlas a finales de los setenta. Después de eso, la querida Julia del Hermes revolucionario segundo había sido procesada y encarcelada por hacer chascarrillos inocentes (“y muy inteligentes, por cierto”, le comentó 512) sobre el presidente de turno: un enanito de corbatín, chaleco y gafas de marco grueso. El éxito de la ley del doctor Mendoza, en el mundo de ese Hermes, le había dado paso a un gobierno totalmente carente de escrúpulos que terminó desatando una guerra civil. La muerte y destrucción que había causado en su mundo, sumado a la imposibilidad de tener a Julia, había obligado a Hermes revolucionario segundo a viajar de nuevo en el tiempo para arreglar la situación. Tal vez en ese mismo momento, el Hermes revolucionario segundo, estaba esperando su turno bajo la luz roja del tablero.

Para calmar su insomnio, nuestro Hermes se quitó la chaqueta la dobló y la puso como almohada. ¿Y Julia? qué pasaría con la hermosa sin par, Julia Solano, Dios mediante, de Pinzón. Los otros Hermes seguían allí, yendo y viniendo indefinidamente, trataban infructuosamente de enmendar el país; una y otra vez solucionaban las pendejadas que habían hecho. ¿Ese sería su futuro?, ¿una fila interminable?, ¿nunca se iba a casar? Hermes buscó el pañuelo entre su ropa y se lo llevó a la nariz. El perfume de Julia ya se había ido. Se dio vuelta, sacó el celular del bolsillo, abrió una foto de Julia y besó la pantalla. Luego lo guardó y vio a lo lejos el tablero. Se giró de nuevo y luego se sentó. Extendió sobre sus piernas el pañuelo que aún tenía en su mano y lo dobló con cuidado. Tomó el maletín donde guardaba el control, las pocas provisiones que le quedaban y los papeles del doctor Mendoza, sacó las hojas y guardó el pañuelo allí.

— Condenado doctor Mendoza —murmuró, arrugando los papeles.

— Deje dormir, revoltoso —gritó uno de los Hermes a lo lejos.

Después de pensarlo mejor, Hermes aplanó los papeles con la mano para quitarles las arrugas y los revisó; apenas podía leer el contenido en la oscuridad. Cómo era posible que el doctor Mendoza lo enviara, una y otra vez, a esa misión suicida, se preguntó indignado. Envolvió los papeles con la chaqueta para hacerse una mejor almohada, abrazó el maletín con el pañuelo adentro y cerró los ojos. ¿Acaso había algo que pudiera hacer para evitar un nuevo exabrupto y garantizarse un futuro con su amada Julia?

— ¿Y qué pasaría si no continuo con la misión del jediondo doctor Mendoza? Viejo, carenalga —se preguntó nuestro Hermes entre dientes.

Hermes soltó una sonrisa por pensar en ese exabrupto. Se dio media vuelta para acomodarse y se imaginó al doctor Mendoza con una nalga en la cara. Lo invadió una risa ligera, que luego crecería hasta convertirse en una carcajada que Hermes se esforzaba en contener. En ese instante dos pensamientos chocaron en su cerebro: la burla era necesaria y lo hacía feliz.

El siguiente paso era obvio:

— ¿Cómo me largo de aquí?

Un Hermes de voz gangosa y nasal le respondió:

— Chiflamicas hormonado y testiculado, deje dormir.

Con una sonrisa en el rostro y algo más de esperanza, pensando en su amada Julia, queriendo comprar de nuevo las boletas para la matiné, entendió que solo ese metido, zarandajo, majadero, estómago sin fin, zángano de Nicolás lo podía ayudar.

*

Nicolás se acomodó las gafas y recibió el sándwich. Con cuidado, lo desenvolvió y le dio un gran mordisco. Tragó despacio, siempre mostrando una cara de absoluto placer.

— Don Hermes —Nicolás le dio otro mordisco al emparedado—, eso es muy fácil: salga de la fila y active la puerta de regreso con el control. Usted sabe cómo es.

Es el mismo proceso que para llegar.

Hermes recordó la puerta y también la imagen que se había materializado en su mente al llegar: la de una multitud protestando frente al congreso. Ahora se preguntaba si eso había sido un recuerdo suyo o la realidad de alguno de sus hermanos que había desencadenado el fin de su mundo.

— ¿Y eso es todo?

Nicolás asintió con la boca llena. Levantó la mano para pedir un minuto y tragó.

— ¿No me trajo algo para tomar? El jamón está seco. Hermes sacó del maletín una botella con jugo de guayaba y se lo entregó a Nicolás.

— ¿Y eso es todo?

Nicolás destapó el jugo y bebió.

— Ahhhh, manjar de dioses. Elixir de la vida, tormento de los imperios.

Hermes se acomodó las gafas y frunció el ceño; comenzaba a perder la paciencia.

— Sí, don Hermes, eso es todo. El vórtice temporal está programado para regresar de forma automática a su dimensión y a su tiempo. Solo tiene que decidirse y cruzar.

Hermes se acomodó las gafas, sacó el pañuelo y se secó el sudor. Algo lo hacía dudar: no podía ser tan fácil. Si era así de sencillo, ¿por qué todos los Hermeses seguían aquí? ¿Por qué no habían regresado todos a vivir una vida tranquila con Julia? Quizá la clave era Julia, acaso ¿ese era el secreto? Se sintió afortunado. Del maletín sacó el último jugo, de lulo. Lo destapó y lo alzó frente a Nicolás.

— Por el amor. ¡Salud!

— Y por Messi, el más grande, che —agregó el Hermes argentino, que había sacado su propio juguito, uno de naranja sin azúcar.

— ¡Salud! —dijo Nicolás.

Los tres hombres chocaron los cristales y bebieron.

— Joven, que le nutra ese emparedado. Yo me voy para mi casa —dijo nuestro Hermes.

Nicolás, como haciendo una venia, le indicó el camino.

— Don Hermes, me alegra que deje de ser tan porfiado. Usted debería aprender, don Hermes. —dijo Nicolás, mirando al Hermes argentino.

— Tomátelas, pelotudo, si no querés que te dé una piña.

Nuestro Hermes sonrió, dio un paso al frente y salió de la fila. El maletín y los papeles se quedaron regados en el piso. Los otros Hermeses lo miraban de reojo. Comenzó a caminar hacia la puerta que se formó cuando activó el botón de BACK en el pequeño control que ahora estaba en su bolsillo, pero, antes de llegar, se detuvo y dio media vuelta. Tratando de imitar la voz de su hermano rioplatense lo mejor que pudo, lo increpó:

— Che, ¿vos por qué sigues aquí?

— Es mi oportunidad para ver el último superclásico de Francescoli en el Monumental. Me pinta. Si no viajás en el tiempo, no conseguís boleta, hermano.

Nuestro Hermes sonrió. Eso sí era una misión de vida o muerte. Se dio media vuelta y retomó el camino de salida.

— El diablo es puerco —dijo antes de partir.

*

El viaje de regreso de Hermes a su dimensión y a su momento del tiempo fue más fácil. Solo surgió de su pelvis un vértigo extraño que lo abalanzó hacia adelante, generando una sostenida sensación de vacío profundo, como la que se siente al caer en picada. Cuando terminó el salto de regreso, Hermes quedó parado en medio de la Plaza de Bolívar, justo frente al congreso. El corazón le latía a toda marcha y sentía la tensión de sus músculos. Tenía una sensación física extraña, como si acabara de ejercitarse; después, una gota de sudor recorrió de principio a fin su amplia frente.

Despacio, caminó hacia las escaleras del lado occidental y se sentó a esperar que se le pasara el vértigo. La plaza estaba llena de personas diferentes, no había otros Hermes o un Nicolás. Eran cientos, había personas viejas y jóvenes, de todas las filiaciones, géneros y orígenes, todos se comenzaban a reunir frente al capitolio para protestar. Estaban reunidas para proteger su ley de libertades; desde afuera del congreso participaban, empujaban, insultaban y gritaban para que se mantuviera la ley. El tumulto hacía una algarabía: había gritos, cantos, tambores, arengas, pitos y vuvuzelas. Un grupo de mujeres mayores se acercaron y le entregaron a Hermes una diadema con dos cuernos.

— El diablo es puerco. El diablo es puerco —gritaban, mientras sacudían una gran pancarta con la imagen del doctor Mendoza a la que le habían pintado unos cuernos.

— El diablo es puerco —les reafirmó Hermes con timidez. Luego, se puso la diadema y repitió, esta vez con más seguridad—, el diablo es puerco.

Un grupo de jóvenes le respondió con una risa. Seguramente se veía extraño sudado y hablando solo en medio de la multitud. Hermes les sonrió: todos tenían derecho a reírse. Luego se puso de pie y comenzó a caminar hacia los cerros; tenía una misión, pero antes debía ver a Julia y recoger su atomizador.

*

— Mi querido, llegaste como caído del cielo —dijo el doctor Mendoza, honorable padre de la patria y senador de la República. Se dio la bendición agachando la cabeza—. Llegaste a la mejor hora posible. Estos desalmados insolentes me van a volver loco con sus protestas y sus carteles.

Mendoza se puso de pie y le estiró la mano a Hermes. Hermes no se movió ni pronunció una sola palabra. Mendoza ni siquiera notó que Hermes no lo saludó, estaba alterado, se movía de un lado al otro, hablaba rápido.

¿Qué buenas noticias me traes? —el senador se inclinó sobre la mesa—. ¿Lo logramos? Los cambios deben estar por acontecer. Es solo cuestión de tiempo. ¿Sabes qué?, brindemos.

El senador rodeó su gigantesco escritorio, fue hasta una pequeña licorera de cristal y sacó su mejor whisky. Tomó dos vasos y comenzó a servir. Hermes solo lo seguía con los ojos; estaba tranquilo, socarrón. Mendoza continuó:

— El sistema es infalible, Hermes, y ahora nosotros mandamos. En unos minutos ese ruido ensordecedor de la chusma va a desvanecerse, como agua que se seca —Mendoza volteó a mirar a Hermes que seguía detrás de él. Pareció notar por primera vez que seguía parado, inmóvil—. El sistema es perfecto. Lo más increíble, Hermes, es que los más peligrosos de esos revoltosos, los que hicieron esas pancartas y memes burlándose de mí, los que cantaron esas arengas, todos van a aparecer en la cárcel automáticamente. Y ni se van a dar cuenta de qué pasó. Ya todo está preparado.

El senador se dio la vuelta, en cada mano sostenía un vaso de whisky a medio llenar. Hermes seguía en su lugar; respiraba calmado, casi se sentía flotar. Si se detallaba bien, en su rostro se empezaba a formar una sonrisa.

— Brindemos, Hermes: ¡Por el futuro! —dijo Mendoza, estirando su brazo para ofrecer el vaso.

Hermes seguía sin inmutarse; por unos segundos no reaccionó, pero al final se terminó de delinear su sonrisa en el rostro. Al notarlo, el senador titubeó, miró hacia su escritorio y hacia la ventana que daba a la plaza. La marcha en su contra seguía ahí. La reacción de Hermes fue cosa de segundos: desenganchó el atomizador que tenía agarrado de la cintura y lo apuntó contra el senador.

— Las manos arriba —dijo despacio. Estaba tranquilo; una fuerza renovada surgía de él.

El senador miró el atomizador fijamente, con el whisky en la mano. Aún le costaba entender qué sucedía. Estaba concentrado mirando el rociador, cuando Hermes lo accionó. Por instinto, Mendoza trató de cubrirse la cara y los vasos cayeron al suelo, explotando en cientos de pedazos.

— ¡Seguridad! —gritó desesperado, abriendo muy bien la boca.

Hermes aprovechó el momento y lanzó un segundo chorro directamente a la garganta del senador, que se llevó las manos al cuello y empezó a toser.

— No… no me mate —dijo Mendoza con los ojos llenos de lágrimas, en medio de la tos.

Hermes dio un paso apuntando con el rociador más cerca al rostro de Mendoza. El Senador comenzó a caminar hacia atrás, asustado, hasta chocar contra la ventana. Mendoza sentía cómo el ruido de la manifestación hacía vibrar el vidrio. Hermes, con su mano libre, tomó la botella de whisky y bebió.

— Traidor —dijo Mendoza, pegando el mentón al cuello y cerrando fuertemente los ojos.

Hermes bebió otro sorbo directo de la botella. El senador Mendoza abrió uno de sus ojos para percatarse de los movimientos de Hermes; luego, cuando se sintió seguro, abrió el otro ojo.

— Usted era un buen elemento, Hermes. ¿Cómo pudo traicionarnos?

Hermes le acercó el atomizador a la punta de la nariz.

— El diablo es puerco, doctor. El diablo es puerco y hace rato que ronda el país —dijo Hermes.

Hermes dejó la botella de whisky sobre la mesa y de su maleta sacó la diadema con cachos. Con la mano libre se la puso con cuidado al senador. Sonrió y sacó su celular para tomarle una foto.

— No se preocupe, doctor —dijo— Aunque el sistema no es perfecto, ya le llegará su merecido.

Hermes caminó hacia atrás y bajó el atomizador. Se dio media vuelta y salió por la puerta. Afuera, entre la multitud, lo esperaba Julia.

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