Disolución
I.
Propuse que nos viéramos a las 4:00 p.m. en ‘Lombardi’: un café que abrió hace menos de tres meses en San Felipe. Además de ser un lugar conveniente para los dos, porque está equidistante entre ambos apartamentos, en el tiempo que lleva operando ha obtenido excelentes reseñas y tiene esos nuevos datáfonos de retina. Abre a las 9 a.m. y cierra a las 10 p.m. Llegué a las 3:42 p.m.
Aunque no es la primera vez que usa la aplicación, las primeras citas le siguen dando algo de nervios: una mezcla entre anticipación e incertidumbre que le resulta agradable, pero un poco intimidante. Falta un cuarto para la hora que acordaron: las cuatro. Llegó hace un par de minutos y pidió un café, que está tomando a sorbitos, y una botella de agua con gas. Para que puedan identificarse mutuamente, le escribió que lleva una chaqueta ligera azul aguamarina y pantalones negros. Es una descripción suficientemente vaga como para sentirse a gusto, pero suficientemente específica para reconocerse.
[Sergio B a las 3:51 p.m.]
Ya te llego. Guardo la bici y voy.
Está cerca. Para pasar el tiempo hago zapping entre aplicaciones. Reviso las métricas de la rutina de natación de ayer: el ritmo cardíaco está dentro de mis límites normales, pero el tiempo en movimiento se redujo y el promedio de brazadas también; los ciclos de sueño de anoche son un poco más cortos que los del resto de la semana. Abro su perfil una vez más: Sergio, 34, 1’71, biólogo. ‘Me dedico a pensar en las células con las que pensamos’ dice, seguido del emoji animado de un cerebro. En dos fotos aparece con un perro: un border collie negro y blanco.
Sergio llega y la saluda desde lejos mientras se quita el casco. Viste un saco grueso de lana gris que disimula torpemente una panza incipiente. Tiene la cabeza rapada, como para completar la tarea de la calvicie, y una barba desordenada que empieza a canar. Al mirarlo, ella no siente mariposas en el estómago; decir que siente algo más que una tímida oruguita sería una exageración. Sin embargo, ya está allí, nada pierde con darle una oportunidad.
— ¿Adriana? —pregunta él torpemente.
— Sergio —responde ella, sin vacilar—. Bueno, está muy bien que uses casco, sería sospechoso que alguien que aprecia tanto los cerebros, no protegiera el suyo.
El chiste cae bien y Sergio se ríe mientras toma asiento, pero la sonrisa le produce a Adriana una inquietud desagradable. La conversación avanza con dificultad y, salvo por el lapso en que Sergio explica que su obsesión por los cerebros en realidad se deriva de su interés por el problema de cómo la conciencia puede emerger en un medio material, Adriana se aburre y siente el cansancio del mal dormir de anoche. La conversación los lleva luego al trabajo de Adriana: ella gerencia los equipos de interacción automatizada para una compañía de servicios digitales.
— Soy algo así como una supervisora de call center glorificada —dice—. Lo único diferente es que los empleados de cada equipo son algoritmos. La casa matriz está en Corea, pero los coordinadores de automatización están la mayoría aquí en Colombia. Esos sí son personas con cráneos de hueso y cerebros dentro. Aunque, cuando hablo con ellos, a veces hasta de eso tengo dudas.
Sergio, entre nervios y atracción, ríe demasiado para ese chistecito inerme. Su sonrisa inquieta de nuevo a Adriana, que ha empezado a tomar una decisión para sí misma: estuvo bien, pero no habrá segunda cita. Al cabo de un rato, cuando la conversación ha muerto naturalmente, Adriana le explica que ha quedado para una videollamada con una amiga que vive en México y se despiden con amabilidad, evadiendo la cuestión de si se verán nuevamente.
La cita duró 42 minutos, son las 4:38. Vuelvo al apartamento caminando, alejándome poco a poco de Sergio. En el trayecto recibo un mensaje.
[Tatia México a las 4:43 p.m.]
Adri! No llego, me movieron una entregota de la universidad y me toca clavarme hoy. ¿Lo dejamos para el domingo?
En el televisor de la sala vuelvo a la serie. Va por el cuarto capítulo de la tercera temporada. Pido a domicilio una caja de arroz chino, dos spring rolls y dos cervezas. El sensor del reloj indica que los ciclos de sueño de hoy no son mucho mejores que los de ayer.
A Adriana la despierta, más temprano de lo que querría, la luz que se cuela a la sala; el sol se asoma sobre la densa y oscura capa de smog matutino. Se quedó dormida en el sofá. Su boca está seca por la sal de la salsa de soja y la cerveza. Como un acto reflejo, lo primero que hace es agarrar el celular. Tiene la misma notificación en seis redes sociales: ‘Sergio Turriago ha empezado a seguirte.’
Sergio Turriago ha empezado a seguirme.
Sergio Turriago ha empezado a seguirme.
Sergio Turriago ha empezado a seguirme.
Sergio Turriago ha empezado a seguirme.
Sergio Turriago ha empezado a seguirme.
Sergio Turriago ha empezado a seguirme.
“Turriago”, entonces así es que se llama. Aunque la inquieta un poco y piensa que pudo haber sido más cortante, decide no darle mucha importancia. ‘Hoy en día encontrar a alguien en las redes es muy sencillo y no vale la pena darle muchas vueltas’ piensa mientras desliza las notificaciones como espantando moscas. La inquieta más la siguiente notificación de la lista: un mensaje de Eduardo, el más reciente ingreso de su equipo, que entró como coordinador de automatización para una tienda especializada en artículos de mascotas.
[Eduardo a las 6:03 a.m.]
Adriana, disculpa que te escriba en sábado y tan temprano, pero es que hay un problema con el registro final de solicitudes en el servidor.
Recibo 5 mensajes de voz más. Juntos tienen una duración total de 8:32 minutos.
‘Justo lo que quería para empezar la mañana: un podcast’ dice para sí, mientras comienza a reproducirlos y trata de estimar cuánto le tomará resolver esta sorpresa ingrata. Una vez ha terminado de escuchar, tiene un diagnóstico provisional (parece que Eduardo desactivó, en la interfaz de servicio automatizada de la tienda, una validación de seguridad que está para prevenir la duplicidad en las órdenes, el sistema está asumiendo que todas llegan duplicadas, por lo que ninguna queda registrada). Comprende que, entre la reasignación de permisos de administrador, la corrección de la interfaz y la revisión —seguramente manual— de cada orden se tardará al menos una buena hora en una llamada con Eduardo para dejar todo funcionando nuevamente. La corrección completa será cuestión de un par de días. Para que sus planes no cambien demasiado decide desayunar y salir hacia la cafetería de la piscina, trabajará desde allá y, con suerte, aún podrá usar su reserva de las 10:00 y despejar la cabeza un rato nadando.
Pido un vehículo hasta el complejo acuático. Llegará en aproximadamente 4 minutos. Escribo:
Conozco las direcciones de origen y llegada, podría guiarme sin encender los servicios de ubicación, pero de todas formas lo hago.
El espacio de la cafetería es tranquilo y amable. Se pueden ver los cuatro carriles. El ambiente del lugar, el eco del chapoteo del agua, el olor a cloro al que está tan acostumbrada, el hecho de que todo el servicio más allá de la recepción sea automatizado y no implique la interacción con nadie, y su puesto fijo —pues sólo dos mesas conforman el salón y las caras siempre son las mismas— la hacen sentir segura y en paz.
Inicio el computador y compro un café. Llamo a Eduardo que contesta desde su casa. Los logs indican que estuvo trabajando hasta tarde en la noche. Hizo varios intentos por resolver el problema antes de escribirme y, aunque algunos habrían podido tener un buen resultado, no logró progresar mucho. Lo que sí hizo fue duplicar todos los pedidos después de las 8:34 p.m., con lo que el número total de órdenes atrasadas es de 54.
Los servicios de ubicación siguen encendidos. Alguien los consultó.
La llamada ya va para hora y media, pues el problema es más complejo de lo que Adriana había pensado originalmente; sólo le queda esperar que Eduardo aprenda de su error.
En medio de la tarea una sombra llama la atención de Adriana. Levanta la mirada y se encuentra con la inquietante sonrisa de Sergio, que está parado frente a su mesa, saludándola con la mano y a la espera de que se quite los audífonos para hablarle.
Está perpleja. ¿Es posible que sea una casualidad? Casi quiere creerlo para sentirse más tranquila, pero no consigue convencerse: Adriana viene a nadar todas las semanas y nunca antes había visto a Sergio ahí. Tampoco recuerda haberle hablado de ello ayer durante la cita, ni mucho menos haberle dicho en qué piscina está inscrita. Decide no quitarse los audífonos y saludarlo con una sonrisa a medias, indicándole, con un gesto de la mano, que tiene toda su atención puesta en el trabajo y que definitivamente no la va a compartir con él. De reojo, y fingiendo más concentración en el computador de la que el encuentro le permite mantener, ve a Sergio dar un par de vueltas torpes alrededor del lugar y sentarse en una banca junto a la piscina. Cada cierto tiempo la mira, pero Adriana pretende no notarlo y disimula su incomodidad. Al cabo de un rato él saca una tablet que, por fin, parece distraerlo de ella.
La pantalla del computador indica que son las 9:24 a.m. Adriana por fin ha terminado la llamada con Eduardo y, salvo por las órdenes que él aún tendrá que revisar, todo está marchando nuevamente. Sin embargo, con la presencia de Sergio, no quiere quitarse los audífonos y tampoco tiene la menor intención de dirigirse al vestier. Su reserva de las 10:00 se va a desperdiciar. Esperando que la tablet todavía esté captando toda la atención de Sergio, Adriana apaga y guarda el computador y sale rápidamente a tomar un carro en la calle, mientras le da vueltas a la idea de lo infortunado que sería haberse sacado un acosador en la rifa de Bumble.
En el trayecto de vuelta a casa abro otra vez las redes. Visito de nuevo cada uno de los seis perfiles de Sergio.
Ninguno parece tener nada extraordinario, pero en todo caso ¿cómo se ve el perfil de un acosador? Una notificación interrumpe la unilateral indagatoria digital.
[Sergio Turriago a las 9:28 a.m.]
¿Cambio de planes?
Adriana se pregunta si lo mejor será simplemente bloquear el número, con lo que se bloquearían todos los perfiles asociados. Ya sólo quiere tratar de olvidar que este intercambio ocurrió. Con un poco de optimismo y tratando de hacer caso a su intuición, decide bloquear el número y esperar lo mejor.
Bloqueo a Sergio Turriago.
Al llegar de vuelta a casa se da cuenta de que no ha hecho más planes y piensa abrir nuevamente Bumble para darse otro chance, pero el mal sabor de boca no se ha ido del todo. Decide, más bien, preparar algo para almorzar y, después de comer, salir a aprovechar la tarde caminando por los andenes rotos de Bogotá. Quiere pensar en algo distinto. Para despejar la cabeza deja su celular en el apartamento, aunque suponga enfrentarse a la ciudad sin la compañía y la protección de la música.
Desbloqueo a Sergio Turriago.
El placer que supone estar lejos de sus redes desaparece poco después de volver: la pantalla muestra nuevamente notificaciones de Sergio Turriago. Ocho.
[Sergio Turriago a las 9:50 a.m.]
Hola, pasó algo raro, por un momento no pude escribirte.
Pero bueno, como que ya se arregló.
[Sergio Turriago a las 9:51 a.m.]
¿Todavía estás por acá? ¿Nos vemos?
[Sergio Turriago a las 9:54 a.m.]
Yo sigo en la piscina. Porfa confírmame.
[Sergio Turriago a las 9:56 a.m.]
¿holaaa?
[Sergio Turriago a las 2:14 p.m.]
Hola de nuevo. Adriana, quedé confundido por lo que pasó esta mañana. ¿Está todo bien? Si te tuviste que ir no pasa nada, pero habría sido más amable que me avisaras. Quedé un poco perdido de que te fueras sin decir nada.
Más que por el contenido, Adriana está desconcertada por el hecho de haber recibido los mensajes. Está segura de haber bloqueado el número de Sergio, ninguna cuenta asociada a este número debería poder enviarle mensajes. ¿Cómo consiguió desbloquearse? Decide enviar un último mensaje para cerrar las dudas.
Bloqueo a Sergio Turriago.
Esto tiene que ser suficiente. No quiere imaginar un escenario en que no lo sea. Su sábado no está acabando nada bien, pero un mensaje de Tatiana, que llega mientras recalienta las sobras del almuerzo, le levanta el ánimo:
[Tatia México a las 7:12 p.m.]
Adri!
Ya estoy logrando salir de cosas.
[Tatia México a las 7:13 p.m.]
¿Te queda bien mañana por la mañana, a las 9?
Programo un recordatorio: ‘Llamar a Tatia’, a las 8:45 a.m del domingo 18 de octubre.
Entre las cervezas, los mensajes de su amiga y la distracción de la serie en televisión, la desazón del día se disipa. Adriana consigue quedarse dormida.
La persistencia de ciclos de sueño irregulares podría ser síntoma de una condición subyacente de salud. Es recomendable que agende una cita médica para consultarlo.
En uno de sus raros gestos de generosidad, Bogotá ha decidido ofrecer una mañana soleada de domingo. Con la luz que entra por la persiana Adriana se despierta. Tiene el ánimo maltrecho, no ha dormido muy bien. Por suerte en su teléfono no hay notificaciones de Sergio, sólo una de la aplicación de monitoreo de sueño: ‘La persistencia de ciclos de sueño irregulares podría ser síntoma de una condición subyacente de salud. Es recomendable que agendes una cita médica para consultarlo.’ Adriana, aunque cansada, no le da importancia y comienza a imaginarse el desayuno que va a preparar para la llamada con Tatiana.
Busco la receta de tostadas francesas que Tik-Tok sugirió hace dos días. En la nevera tengo todos los ingredientes. A las 9:06 a.m. llamo a Tatia México desde el televisor en la sala.
Con un suntuoso plato de tostadas francesas bañadas en mantequilla y miel, Adriana se sienta frente al televisor, donde la imagen de Tatiana la espera. Se saludan cariñosamente, con la familiaridad extraña de quienes, conociéndose íntimamente, están reducidos al contacto virtual. Adriana pregunta por las entregas académicas, por la ola de calor y por las noticias de las sequías en el norte de México. Tatiana trata de despachar el asunto rápidamente preguntándole a Adriana por el tema que le anticipó:
— ¿Qué es lo que me tenías que contar tan urgentemente?
— Pues… esta semana salí con un tipo en Bumble. Se llama Sergio.
— ¡Uuuuy! —responde su amiga tratando de inyectarle emoción al tono frío de la respuesta.
Adriana sólo responde con un gesto negativo que le hace preguntar a Tatiana:
— Bueno, pero… ¿cómo les fue?
Adriana le relata la cita en Lombardi y el encuentro en la piscina. También le cuenta de su decisión de huir del lugar para evadir a Sergio.
— Pero lo más extraño de todo —dice, cerrando la historia— es que luego lo bloqueé y un par de horas después su número se desbloqueó. Así, de la nada. No sé, fue muy raro. Me asusté y le mandé un mensaje cortante. No sé si estoy siendo paranoica o si el tipo es un hacker y logró desbloquearse. ¿Debería preocuparme?
— Pues raro sí está. Pero hiciste las cosas bien y ya le dejaste todo muy claro. No te comas la cabeza, dale un par de días. A lo mejor ya no vuelve a buscarte. Pero eso sí: si pasa algo, cualquier cosa, me escribes y pensamos qué hacer.
— Gracias, Tatia.
A las 10:12 a.m. cuelgo la llamada con Tatia México.
Con el ánimo repuesto por el desayuno y la charla, que duró más de una hora, Adriana decide ir a la piscina a nadar. Esta vez, como cualquier día antes del sábado, la sesión transcurre sin encuentros incómodos. A la noche tiene por fin un sueño reparador; parece que no será necesario ir al médico.
Agendo una cita de medicina general para el miércoles 21 de octubre a las 8:30 a.m.
La semana comienza con tranquilidad. Eduardo parece haber solucionado el problema y le agradece a Adriana profusamente su ayuda: ‘¡Perdón! –le escribe– te tuve trabajando todo el fin de semana.’ A Adriana el gesto le resulta exagerado, pero se toma bien la adulación. No está mal tener una pequeña deuda de gratitud a su favor.
Además, Sergio no ha vuelto a escribir, ni a manifestarse, por lo que la noche del martes, acostada en su cama, Adriana ya se encuentra a sí misma jugueteando con Bumble nuevamente, como una especie de autómata que vuelve a una secuencia predeterminada. Pero hay una diferencia: ahora todos tienen cara de acosadores. Por lo pronto nadie se ha ganado su aprobación. A las 8:30p.m., una notificación interrumpe el catálogo de solteros: ‘Recordatorio: cita de medicina general. Miércoles 21 de octubre, 8:30 a.m.’ Adriana se incorpora. No recuerda haber agendado una cita.
Abro el calendario. Voy al miércoles 21 de octubre. Abro la cita de las 8:30a.m. ‘Medicina general’. Reviso los detalles. Centro médico Colina, Cll 152-99, Bogotá. Recordatorio: 12 horas antes.
Allí está la cita médica e incluso el recordatorio, programado para mostrarse 12 horas antes. La cita está agendada en un centro médico al que no va hace más de tres años, cuando vivía en Mazurén. No debe ser más que un cruce en las bases de datos de las clínicas. Decide que en la mañana llamará para avisar que hubo una confusión, que no asistirá a la cita porque nunca la solicitó y les pedirá que limpien su registro de la base. Con la televisión encendida, se queda dormida en la mitad del segundo capítulo de la quinta temporada.
Los ciclos de sueño registrados en la noche del martes 20 de octubre son anormalmente cortos. Sigue el patrón irregular. A las 6:30 a.m. pospongo la alarma por primera vez. Suena nuevamente a las 6:40 a.m., a las 6:50 a.m. y a las 7:00 a.m. Después de eso, la cancelo. Enciendo la ubicación. Hay tráfico moderado, la duración estimada del recorrido es de 38 minutos. Solicito un Uber que llega a la puerta a las 7:52 a.m.
El videoportero de la casa despierta a Adriana, que se levanta aturdida: el reloj da las 7:53. Al presionar el botón, la pantalla muestra a un hombre parado frente a la puerta.
— Servicio de taxi para la señora Adriana —dice, volviendo a subir al carro sin esperar la respuesta.
Aún atontada por el despertar abrupto, Adriana toma el teléfono y revisa las aplicaciones abiertas. Efectivamente, se pidió un taxi hace cuatro minutos, desde ese teléfono y con dirección al centro médico Colina. Confundida, Adriana cancela el servicio y observa el carro marcharse a través del pequeño monitor de la puerta. ‘Bueno —piensa— puede que a veces me enloquezca un poco, pero como para pedir taxis dormida tampoco.’ Preguntas e hipótesis empiezan a sobreponerse desordenadas en su cabeza: ¿la cita en el calendario pudo haber vinculado a Uber para programar el carro? ¿Sin confirmación? Los permisos de interoperabilidad habrían tenido que cambiar. Pero en todo caso ¿por qué estaba la cita agendada en primer lugar? ¿Habrá sido una actualización automática? No recuerda haber confirmado nada. ¿Un acceso remoto? Revisa sus cuentas del banco: parecen estar intactas a pesar de estar vinculadas al mismo número de teléfono que el calendario y Uber. Se atreve a ir un poco más lejos en sus maquinaciones: ¿será posible que Sergio esté involucrado? ‘¿Y por qué carajos querría Sergio agendarme una cita médica?’ se pregunta.
Aunque la hipótesis suene absurda, Adriana no consigue deshacerse de ella del todo. Casi había logrado no pensar en Sergio en todo el día anterior, pero hay algo en esa sonrisa amorfa que hace que no pueda dejar de proyectarla en su mente.
Recordatorio: revisión procesos Eduardo. Coworking Nodo - San Felipe 8 a.m.
Por estremecedor que sea todo esto, la constatación de que su cuenta de banco está intacta le ha hecho pensar que tiene aún tiempo para resolverlo. Además, debe seguir con su vida: hoy tiene una cita con Eduardo en el coworking al lado de su casa para terminar de resolver el asunto de la tienda de mascotas. Ahora por posponer el despertador, va tarde. Se cambia, revisa una vez más el monitor de la puerta y, con una bocanada de aire tóxico de Bogotá, sale del edificio rumbo a su cita.
Enciendo los servicios de ubicación.
Sólo tres cuadras y media la separan de Nodo, una casa que fue construida en algún momento de los sesentas, pero a la que le pusieron las rejas negras que encierran el antejardín de concreto veinte años más tarde. Cuarenta años después de eso, desde que funciona allí un coworking, agregaron también un pequeño lector de iris. Adriana permite que registre su retina para desbloquear la puerta y dejarla entrar. Pasa frente a la recepción y, desde afuera, ve a Eduardo esperándola en una de las oficinas del primer piso. Cuando cruza la puerta constata que aún tiene carita de perro regañado; quizá por trabajar con mascotas algo se le ha pegado.
— Hola, Adri —saluda él, enérgico.
— Hola Eduardo —responde Adriana, disimulando poco la incomodidad que le produce el exceso de confianza.
Mientras se sienta y comienza a sacar su computador, Eduardo continua:
— Ya sé que te lo había dicho, pero te agradezco mucho toda la ayuda el fin de semana. Yo pensé que el sábado ya lo habíamos podido solucionar. No pensé que nos tuviera trabajando todo el domingo.
Adriana sonríe empática pero con un dejo de malicia.
— ¿Ah, sí? ¿Estuviste clavado el domingo con esto?
Con un gesto de clara confusión, Eduardo contesta:
— Estuvimos, ¿no?
— No, Edu, yo confié en que tú podías solucionarlo. El domingo hice pereza toda la mañana, hablé con una amiga y estuve nadando. No abrí el computador en todo el día.
Eduardo se toma un momento para tratar de comprender, pero no lo consigue.
— Pero Adri, si estuvimos chateando toda la tarde…
La confusión también alcanza a Adriana.
— ¿El domingo?
— Sí, me ayudaste a solucionar la duplicación de los logs, a limpiar el dataframe, hasta creamos el circuito de verificación y la alarma, ya los pasamos a producción.
¿Circuito de verificación? ¿Alarma? Recuerda las tostadas francesas del domingo, pero no haber trabajado en una alarma.
— Eduardo ¿de qué estás hablando? Además sabes que no puedes subir cambios a producción sin mi visto bueno. —dice Adriana, cuya paciencia ya no aguanta otra vuelta por el circuito de verificación.
— ¡Pero si lo hiciste tú desde tu cuenta! —responde él, a la defensiva.
Adriana deja de hablar y vierte toda su atención en el computador. Accede al backend y revisa el registro de actualizaciones. El último acceso es del domingo 18 a las 6:14 p.m. Desde su cuenta. Al revisar la entrada se encuentra con línea tras línea de un código completamente extraño. Una escritura que nunca había visto y que ni siquiera se parece al tipo de soluciones que ella conoce. Escribir algo así le habría tomado mucho más que un día de trabajo, quizá hasta un par de semanas; sin embargo, la entrada tiene su nombre de usuario y su llave privada. Nadie diferente a ella pudo haberlo enviado a producción.
— ¿Señorita Adriana? La buscan en la entrada.
Adriana, entre confundida y alterada, se pone de pie. Apenas ha llegado a la puerta principal cuando la ve detrás de la reja: es esa sonrisa de nuevo. Sergio, lánguido y testarudo, está parado frente a la reja, aún con el casco de la bicicleta y los reflectivos puestos. Al verla acercarse, la saluda agitando una mano mientras sostiene el celular en la otra; sonríe como si el mundo no se estuviera acabando.
Protegida por la reja, Adriana libera de un tajo toda la tensión contenida:
—¡¿Y tú qué carajos haces aquí?! ¿Cómo te enteraste de que yo estaba aquí? Pensé que ya te había dejado claro que no me buscaras más.
Sergio da un par de pasos hacia atrás. Aún con una barrera de por medio, Adriana ha logrado empujarlo con su grito.
—¡Me invitaste ayer y me acabas de escribir, otra vez, que venga! ¡Que pase antes de clase! ¡Me mandaste la ubicación, Adriana! ¿Y me recibes a gritos? ¿Qué putas te pasa?
—Ay, Sergio, estás muy grande para andar diciéndote mentiras de ese tamaño ¿no? O dejas de stalkearme o pongo la denuncia. No te lo voy a advertir otra vez.
—¿Quién carajos madruga a stalkear a alguien? ¿Crees que no tengo cosas que hacer? Por tu culpa voy a llegar tarde a la universidad. Adriana, no te tengo la confianza para decirte esto, pero revísate.
En un gesto final, Sergio levanta el celular para mostrárselo. Adriana alcanza a ver una conversación: su foto de perfil aparece junto al nombre ‘Adriana Call center Bumble’. El último mensaje recibido es un mapa que señala, mediante una gotita roja, el lugar exacto en que este intercambio ilógico está teniendo lugar. Lo acompañan tres palabras y un emoji: ‘¿Al fin vienes? :)’.
Sergio guarda el celular.
—Con la que me hiciste en la piscina ya habría tenido que darme cuenta. ¿Pero sabes? Fresca, no hace falta que pongas ninguna denuncia, te garantizo que tú y yo nunca en la vida nos vamos a volver a ver.
Se monta en su bicicleta y se va pedaleando hacia el sur.
Adriana está desarmada. Siente que brazos, tronco y piernas se van a separar de su cuerpo y que va a quedar desparramada en el antejardín de concreto mirando el cielo turbio de Bogotá, partida en trozos y sin poder moverse.
Las pulsaciones cardiacas están alcanzando valores peligrosos.
El reloj vibra en su muñeca reclamando su atención. Le avisa —como si ella no lo supiera— que tiene el corazón en la mano. Respira profundo y trata de calmarse. Entra nuevamente en el cuarto y apenas despidiéndose de Eduardo, cierra de un golpe el computador, lo empaca atropelladamente en el bolso y se va. Necesita pensar, necesita estar sola.
En las pocas cuadras que la separan de su apartamento, esboza un plan rudimentario. Primero revisa sus conversaciones: no hay mensajes enviados a Sergio ni a Eduardo. Luego revisa la actividad en sus cuentas: no hay registro de ingresos inesperados. Luego revisa las contraseñas: no hay modificaciones allí tampoco. Finalmente, en un intento desesperado, revisa el tráfico de datos. Allí está: toda la tarde del domingo su número y el de Eduardo intercambiaron paquetes, pero las conversaciones en el chat no lo reflejan. Y más preocupante aún: también con el número de Sergio, al parecer, ha estado intercambiando datos desde el pasado viernes. El tráfico indica que envió archivos pesados que tienen que ser fotos o videos, incluso ahora mismo sigue enviándole información. El tráfico de datos se detiene de pronto.
Las siguientes horas transcurren en un frenesí. Cambia contraseñas y cierra sus cuentas personales: Bumble, Uber, todas las redes sociales personales, todos los servicios vinculados a su número de teléfono, incluso las suscripciones de streaming. Cambia todas las contraseñas. Cierra todo. Retira los permisos de ubicación de su teléfono y lo apaga. Hace lo mismo con su reloj y se lo quita. Sólo quedan los canales de comunicación del trabajo. Duda. Reconsidera. Revisa una vez más sus opciones y toma una decisión. A través de la plataforma de comunicaciones con la casa matriz en Corea, escribe un mensaje que se traduce automáticamente:
Estimado señor Gwok Jihu,
lamento informarle que he tenido un incidente de seguridad grave. En este momento hago efectivo mi periodo de descanso por los próximos 5 días que usaré para comprender la raíz del problema y solucionarlo, después de eso me reincorporaré. Agradezco su atención.
Envía el mensaje y cambia la última contraseña: la llave maestra de su llavero digital. Se deja caer de espaldas sobre el tapete de la sala y se entrega a una ola de llanto tranquilo y liberador.
II.
Sin la necesidad de utilizar recursos en los servicios de ubicación, en series de TV, ni en monitorear los ciclos de sueño, ha sido fácil concentrar la productividad en las imperfecciones de la alarma de duplicados y del circuito de verificación. Eduardo, aunque se demoró algunas horas en contestar el miércoles, ha hecho un buen trabajo y los cambios incorporados han conseguido detectar y corregir tres casos de duplicidad en las órdenes. He podido implementar este mismo protocolo con otros seis coordinadores, pues funciona igual para todas las tiendas.
A Adriana le ha hecho bien estar un par de días lejos de sus aparatos. Ha cocinado para ella, ha cambiado la serie de televisión por un ejemplar empolvado de Frankenstein que encontró en su biblioteca y —cuando el clima lo ha permitido— ha dado largos paseos hasta el parque Simón Bolívar para acariciar perros y echarse en el pasto. Aunque ya no carga un reloj que monitoree su descanso, su sueño ha mejorado mucho y se siente más tranquila. Sin duda ayuda el no haber vuelto a encontrarse con Sergio, ni tener que prepararse para más citas, ni preocuparse por contestar mensajes de parejas potenciales.
Estar lejos del estrés del trabajo también la alivia, aunque cuando piensa en eso teme volver para encontrar un desastre a manos de Eduardo o un último mensaje del señor Gwok Jihu, diciéndole en un español artificial que ya no requiere sus servicios.
Además, sus “vacaciones” han estado desprovistas del placer de nadar: no ha podido volver a reservar sesiones en la piscina, pues sólo puede hacerse virtualmente. Para sus compras está limitada al nuevo Trial que abrió hace un par de meses, porque es el único sitio en que el escáner de retina no pide autenticación de segundo factor. Sabe que ese sistema es excesivamente vulnerable y que muy pronto le pedirán que demuestre su identidad usando el teléfono, pero por lo pronto saca ventaja de la implementación lenta de los servicios de seguridad. En estos días ha extrañado el efectivo, aunque implicara billeteras y grandes bolsos.
También he mejorado mi rendimiento en Bumble. Amplié los criterios de búsqueda para incluir también perfiles femeninos, así tengo el doble de posibilidades de conseguir parejas. Ya dupliqué el número de matchs con respecto a la semana pasada y chateo con cuatro perfiles todos los días. Aún no he concretado citas presenciales, no estoy lista para dar ese paso.
Tatia México se ha comunicado constantemente. Pregunta por mí en promedio dos veces al día y se alegra de que las cosas con Sergio hayan terminado definitivamente, aunque no le he contado que me bloqueó. Si se lo digo me pediría explicaciones que no puedo darle, así que he traído la conversación de vuelta a Pablo. Me ha dicho que me nota rara, pero le he explicado que no he dormido bien y no ha insistido más.
Adriana se levanta descansada. Es el último día libre antes de volver a lidiar con Eduardo, con las tiendas de mascotas y con las malditas alarmas de duplicados. Decide probar su suerte e ir a la piscina: quizá en la recepción, el único lugar donde hay alguien con quién hablar, la puedan colar en un turno o al menos ayudarle a hacer una reserva para más tarde.
Al llegar, Adriana saluda al chico en la recepción, que le sonríe con familiaridad.
— ¿Tendrás alguna reserva disponible para hoy? Estoy sin celular y no he podido agendar nada por internet… —pregunta Adriana, esforzándose por no perder su simpatía.
El recepcionista pide algunos datos que ella entrega mientras espera sonriendo, casi anticipa el frío del agua sobre la piel.
— ¿Adriana? Sí, aquí estás, pero sí tienes una reserva activa, la hiciste esta mañana. Corre e ingresa con el lector, se vence en tres minutos.
Confundida, Adriana le da las gracias y se apura a la piscina. ¿Había dejado programada una reserva recurrente? No lo recuerda y con la piscina en frente ya no le importa. Se cambia en un instante y salta al agua clara, deja que sus pensamientos se disuelvan y formen una estela que ella rompe con sus brazadas y patadas. Más tarde se ocupará de ello.
Las citas médicas han tenido que esperar. Me faltan datos para saber si los ciclos del sueño merecen más atención y si es necesario reprogramar la cita que incumplí la semana pasada.
Una vez fuera de la piscina, ya seca y vestida, Adriana vuelve a preguntarse por la reserva. La desanima profundamente pensar que su problema de hackeo no está resuelto, pero al mismo tiempo está tan aliviada de haber podido nadar, que despacha ese pensamiento casi convencida de que tuvo que haber sido un gesto inconsciente de gratitud consigo misma, una forma de cuidarse de la que se había olvidado.
No le emociona retomar su trabajo, pero sabe que debe hacerlo. Al llegar a casa prende nuevamente el reloj y lo pone en su muñeca. Por lo pronto puede ignorar las notificaciones que vendrán, pero sabe que al día siguiente va a necesitar la alarma. Acaba con la comida preparada durante sus pequeñas vacaciones del mundo virtual y se acuesta a dormir, con el peso de saber que tendrá que volver a ser ella misma en la mañana.
Los ciclos de sueño son los mejores en meses. Parece que la reprogramación de la cita médica no será necesaria. Hace más de cinco días que no pido domicilios, hacerlo es una buena forma de empezar el día mañana. Las actualizaciones de los sistemas operativos del computador y el teléfono están descargadas y listas para instalar.
Ya es jueves, Adriana se ha levantado de la cama, termina de vestirse y se dispone a sentarse a la mesa y ponerse a trabajar, pero el computador está instalando una actualización. Mientras tanto, el videoportero reclama su atención con un zumbido. Al otro lado de la puerta principal, en la calle, un chico de chaqueta naranja sostiene una bolsa marrón. Adriana presiona el botón del comunicador para explicarle el error, quizá se equivocó en el timbre o tiene la dirección errada.
— ¿Señora Adriana? —suena la voz por el intercom, antes de que pueda decir algo—. Tengo un pedido de Crepes.
Con un vacío en el estómago, que casi había olvidado en sus vacaciones, Adriana revisa las notificaciones. La aplicación le informa: su pedido acaba de llegar y el pago ya está hecho. Los datos concuerdan. Baja al primer piso y, desconfiada, recibe la bolsa, dándole las gracias al mensajero.
Una vez en su mesa, abre delicadamente el paquete. Lo primero que encuentra es una tarjeta: “Adriana, merecemos empezar bien cada día”. Desempaca revisando cada sello de seguridad, cada caja y cada envoltura; encuentra un waffle de arándanos y banano, un jugo de naranja y un batido con avena y papaya. Olfatea la comida con desconfianza, pero a pesar de sus juicioso examen no encuentra nada extraño. Botar tanta comida la incomoda más que la idea de comerse el pedido de alguien más por error; así que se sienta a desayunar y abre el computador para reincorporarse al trabajo.
Tatia responde de nuevo. Está intrigada porque anoche le conté sobre un nuevo match de Bumble con el que llevo hablando cuatro días. Se llama Pablo y tiene dos gatos. Le cuento que aún no he tenido citas, le digo que después de lo que pasó con Sergio no me siento lista para ello. Ha llegado un correo del señor Gwok Jihu.
Adriana revisa la libretita azul donde anotó la nueva contraseña maestra, que permitirá acceder a su llavero digital. Abre todas las aplicaciones y observa cómo, una por una, empiezan a abrirse sus cuentas recién actualizadas. Presiente venir una avalancha de notificaciones, de correos, de mensajes sin leer, de actualizaciones pendientes y hasta de novedades musicales.
Pero el computador se queda en silencio. Espera un poco y refresca las ventanas abiertas. Nada.
Con temor, revisa sus mensajes. No hay burbujitas verdes de mensajes pendientes. Todo ha sido leído. En la aplicación del chat aparecen cuatro fotos de perfil de personas que nunca ha visto. Los nombres son Pablo B, Fernando B, Susana B y Santiago B. Los cuatro chats se intercalan con el de Tatiana, junto a su foto usual: ella, con tapabocas, frente a la casa de los azulejos en el DF. Más abajo está el grupo de coordinadores del trabajo, luego Sergio Turriago —sin imagen de perfil—, después más amigos, dos grupos familiares y una larga lista de conversaciones que se extienden hacia atrás en el tiempo.
Al abrir la conversación con Tatiana sus temores se confirman. Dedica la siguiente hora a leer un nutrido intercambio que ha tenido lugar durante los pasados cinco días. En la charla Tatiana le habla de Sergio y le pide a Adriana explicaciones, le insiste en que no se desaparezca, que mantengan la comunicación. En la columna de la derecha y rodeadas de burbujas verdes, hay palabras que Adriana lee por primera vez y que, sin embargo, le resultan familiares. Sus modismos, sus expresiones, sus emoticones… Todo está allí, lo que desconoce es el contenido de los mensajes. Le ha contado sobre Pablo y sobre Santiago. Adriana no sabe quiénes son pero según lo que lee no sólo sí sabe quiénes son sino que se ha reído con ellos e incluso han hecho planes. Hasta le ha confesado a Tatiana que ahora también busca mujeres en Bumble, que está hablando con Susana y que no se siente segura para ver aún a Pablo presencialmente. Ha tenido una conversación de amigas con Tatiana en la que ella no participó.
Al recorrer el resto de aplicaciones se hunde más y más en la constatación de que su vida virtual nunca cesó. En Bumble tiene el doble de parejas que antes, hay tres reservas de natación para esa semana, todas en sus horarios habituales, incluida una para ese mismo día. El grupo de coordinadores también ha estado activo. Ha respondido preguntas, revisado desarrollos, ejecutado tareas y dado órdenes a su equipo de trabajo. Entra al backend. Seis cambios se enviaron a producción al mismo tiempo que Adriana tomaba el sol y acariciaba perros. Hay alarmas de duplicados y circuitos de verificación funcionando en seis tiendas más.
Temerosa, finalmente decide abrir el correo electrónico. Un mensaje sin leer: llegó hace unos minutos, es de su jefe en Corea, traducido automáticamente:
Estimada Adriana,
Nos complace que haya podido encontrar el origen del problema de seguridad en los últimos 5 días. Hemos revisado sus avances recientes y, aunque van más allá de las funciones de las que es responsable, operan bien. Puede estar seguro de que estos esfuerzos adicionales se reflejarán en la próxima revisión anual de desempeño para su cargo.
Felicitaciones.
Al señor Gwok Jihu le han gustado mis desarrollos.
Adriana siente impotencia. Le parece ahogarse en su propia vida, es como si se sobrara a sí misma. Ya ni siquiera es dueña de su nombre. Empiezan a derramarse lágrimas sobre su rostro. Cuando las limpia con sus manos, siente los dedos lentos y torpes, desactualizados, obsoletos. El miedo da paso a una sensación de pequeñez y agobio. Se siente domesticada, empobrecida, mínima.
Sobre la pantalla del celular aparece una notificación.
Reserva en la piscina. Dentro de 30 minutos.
Sí, nadar le haría bien. Así como ayer se habían disuelto sus pensamientos, ahora podrán disolverse sus lágrimas. Y quizá ella también pueda disolverse y hacerse parte del agua, soltarse, deshacerse de su obsolescencia.
Con el estómago revuelto toma el celular y considera pedir un carro, pero antes de que pueda hacerlo, el zumbido del videoportero la interrumpe: la cámara muestra un taxi esperándola en el primer piso, listo para llevarla al complejo acuático.