Artificial-mente

María José Parra y Viviana Rangel


“Según algunas predicciones, la inteligencia artificial
podrá grabar una canción pop que alcance las listas de
superventas para 2027, generar vídeos creativos para 2028 y
escribir un libro que entre en la lista de los más vendidos del
New York Times para 2049”.
(Unesco - Re-pensar las políticas culturales)

Año 2040…

Era un lunes cualquiera de abril, creo que el 23. Me encontraba en el mismo escritorio de todos los días y miraba a través de mi ventana que tenía una vista amplia sobre la calle 26, por estar en un piso alto… Lo más alegre que me podría pasar en el día era la llegada del tinto de las diez de la mañana y seguir viendo las montañas de Bogotá, que siempre son bellas, sin importar lo gris de los días de “abril lluvias mil”.

Trabajaba en el canal local, mi labor consistía en utilizar herramientas con IA como Midjourney 3.0, Stable Difusión Future o DallE-24. Cuando empecé a trabajar allí me dijeron que tendría un empleo creativo, pero no hay que confundir, lo que estaba haciendo era un “creativo” entre comillas. Espero que, quien esté leyendo esto, no se haya imaginado a alguien lleno de manchas de pintura, o con martillos o pinceles en la mano. Igual, la verdad es que esas ideas ya son de antaño. Así que, permítame introducirlo a nuestro actual trabajador creativo: Yo. Mi contrato fue redactado con el cargo de “profesional creativo”, por supuesto, pero realmente me dedicaba a organizar códigos, símbolos y palabras claves algo más como lo que hacen hoy en día los prompts engineers. Acumulaba diplomados y cursos para manejar cada nueva herramienta tecnológica que me hiciera la tarea más fácil o que me ayudara a tener mejores resultados. Y, advierto, por “resultados” me refiero a todas las imágenes, videos o canciones que estas aplicaciones creaban y que, para generarse, solo necesitaban de un par de patrones alfanuméricos.

¡Ah! Por poco olvido lo mejor: el canal no necesitaba muchos de esos profesionales “creativos”; conmigo, más unas cuantas suscripciones mensuales, ellos ya tenían ganancias y contenido casi ilimitado. Podían entretener a toda la ciudad. Hasta ese momento, este nuevo concepto de “creativo” no me había molestado, pero el 23 de abril de este año, todo cambió.

La mañana de ese día yo seguía viendo por la ventana las mismas montañas y sentía cómo el café de las diez me daba un poco de energía adicional. Debía continuar con mi labor de programar mensajes para obtener una ilustración que utilizaríamos en el noticiero de las 7:00 p.m. Volví al computador e ingresé los datos en Dalle-24: #PandemiaCatastrófica #NiñosAltos #5 #image #miedo #RGB9878. Pero, en esa ocasión, la rutina de ingresar prompts, esperar la carga del reloj, ver cómo se generaban las imágenes y escuchar las máquinas hacer uno que otro ruido, se vio interrumpida por una pantalla negra. Algo pasaba. Desesperado, hundí de un golpe varios botones del teclado, pero no sucedió nada…

El computador hizo otros ruiditos, esos sonidos me daban indicios de que debía esperar a que reaccionara, así que le di un poco de tiempo al programa para funcionar. Me distraje mirando por la ventana, pensando lo bello que es cuando, en un día gris, el paisaje bogotano deja colar un poco de sol. Incluso me pareció ver un arcoíris… un arcoíris, ¡qué afortunado! Cuando volví la mirada hacia la pantalla, noté que, de una forma muy lenta, se estaba generando algo, pero no era lo que había pedido, sino una carta manuscrita. La imagen aún resultaba borrosa, pero se podía identificar la firma:

«BarrioBlast, miembro de la comunidad de cerebros capturados en el año 2020»

Pensé, ¿en dónde he escuchado ese nombre antes? Intenté hacer mi mejor esfuerzo, pero no lograba recordar nada. Abrí un par de pestañas más, inserté los códigos para que cada programa hiciera lo suyo y, mientras los programas generaban las imágenes, me dispuse a googlear datos del mensaje. Salté de resultado en resultado, hasta que apareció un blog llamado “covidconspiracy”; ahí, en una noticia del movimiento antivacunas, llamaba la atención el comentario de un usuario anónimo que decía:

“a todos se los llevaron… nos robaron la imaginación, sabemos quién los tiene #2020 #22deOctubre #CerebrosCapturados #BarrioBlast ##Covid #Conspiracy #22deOctubre”

No supe qué pensar; me pareció una locura que esa carta pudiera estar conectada con algo del movimiento antivacunas. Prefería cerrar la pestaña y pensar en otra cosa, era un secreto a voces que investigar los movimientos antivacunas y de conspiraciones paranoicas solo podían llevar al manicomio o a la cárcel. Todavía me acordaba de lo que le había pasado a los que se opusieron a las medidas que tomaron después de la cuarentena pandémica, que terminó del todo en el 2022. Quienes las criticaron, primero fueron bloqueados de todas las redes; después, de los medios digitales; y, finalmente, poco a poco, dejamos de escuchar sus voces. Nadie decía nada sobre los bloqueos, pero en el fondo todos sabíamos que los habían callado.

Ese 2020 fue un momento extraño: mi celular estaba plagado de las fotos de vacunados. Siempre la misma imagen: mangas de camisas recogidas hasta el hombro y el torso de una enfermera con la jeringa. Siempre continuaban con una foto con el pulgar arriba (como si fueran policías de carretera) acompañadas del sticker: #YoSalvoVidas.

Con menos frecuencia, también se colaban mensajes de antivacunas. Recuerdo mucho el amigo de un amigo que enviaba mensajes amenazantes sobre las vacunas y después empezó a vender algo parecido a un cloro. Decía era más efectivo y que hacía menos daño que la vacuna oficial. Ahora, con el tiempo, no puedo negar que realmente me vacuné por presión de mi familia, y que siempre tuve mis dudas. ¿Cómo no ver con desconfianza un acuerdo de las mayorías del mundo?, ¡de este mundo!

A medida que la pandemia pasaba, poco a poco fue desapareciendo cualquier información que fuera contraria a las vacunas. Al parecer, ese “acuerdo” que se había hecho en el mundo nos había prohibido acceder a esas personas. Para “cuidarnos”, se cerraban las cuentas, se desaparecían los posts de cada red social o cada medio digital. Al loquito del cloro, por ejemplo, nunca lo volví a ver. Ahora que lo pienso, siempre me quedó grabada una sensación extraña; sentía que, por acuerdo de una gran mayoría, habíamos aceptado sin problema que se eliminara tanto a una idea, como a todos los que la tenían en su cabeza. No quería pensar más en eso. Preferí cerrar el blog, reiniciar el computador y continuar con mi trabajo. Pero debo aceptar que me dejó algo de intriga. Incluso tuve un par de pesadillas sobre el tema esa noche, aunque no de las que se quedan en la memoria.

A la mañana siguiente me disponía a seguir con el trabajo atrasado, pero de nuevo ocurrió algo extraño. Abrí el programa e ingresé algunos códigos. Al inicio todo parecía normal, las animaciones que adornaban la espera eran las de siempre, hasta que ¡pum!: otra vez la pantalla negra y la imagen borrosa con la firma:

«Barrio Blast, miembro de la comunidad de cerebros capturados en el año 2020»

Reinicié el programa varias veces, pero se repetía la historia: la carta firmada, una y otra vez. No podía de la curiosidad, no sabía si eso estaba pasando en otros computadores de la oficina, así que, mientras el resto del piso salía a almorzar, aproveché y abrí el computador del jefe de tecnología. Temiendo lo peor, decidí abrir mi sesión en ese equipo y apenas ingresé mis datos, apareció el texto completo:

"Si está leyendo esto es porque logramos enviar el archivo de imagen en un formato legible para la versión pdf 2040… llevamos mucho tiempo intentándolo. Escribe Barrio Blast soy uno de los 34 artistas bogotanos que, en el apagón mental del 22 de octubre de 2020, fue capturado por una gran corporación tecnológica ¡Necesitamos ayuda! Por favor, no omita este mensaje. Existe una forma en la que podríamos hablar de manera más fácil y directa; si está interesado, háganoslo saber por medio de su próxima interacción con Dall-E. Al ingresar, escriba los siguientes comandos: #SaveBarrioBlast #BrainFusion #Octubre2020 #Bogotá BarrioBlast, miembro de la comunidad de cerebros capturados en el año 2020"

Me asusté; pensé: ¿este mensaje solamente lo podré ver yo? ¿por qué a mí? Rápidamente transcribí el mensaje en una nota adhesiva y cerré mi sesión. Hice todo justo a tiempo; al final, ya escuchaba voces por el pasillo y faltó poco para que el jefe de tecnología me encontrara saliendo de su oficina. Mi rostro debía estar desfigurado por la confusión, o al menos eso me hizo saber Doña Rita que, cuando me vio corriendo hacia mi cubículo, me preguntó:

— Pero ¿qué me le pasó?, ¿le faltó su cafecito de las 10? Tiene una cara de haber visto un fantasma.

Yo solo le sonreí e inventé que había olvidado algo y por eso la cara de susto. Cuando llegué a mi cubículo traté de seguir con mi trabajo. Extrañamente, la pantalla ya no estaba en negro y logré iniciar las aplicaciones. Intentando ignorar lo que había pasado, sólo ingresé algunos códigos y símbolos como siempre lo hacía, pero totalmente desconcentrado, sin pensar. La conmoción por lo que había leído me tenía confundido; el resultado fueron imágenes deformes, algunos textos incoherentes y un jingle que no tenía sentido.

Seguí así durante un par de días más. Los jefes estaban preocupados por mi desempeño y cada vez me atrasaba más en mi trabajo. Ya para el fin de semana, llegué al trabajo casi a la hora del tinto y, de tanto pensar, no había podido dormir. A veces me parecía que toda esta historia era una broma, pero, cuando intentaba dejarlo de lado, algo por dentro me decía que tenía que tratar de llegar al fondo del asunto. En mi cabeza daban vueltas los códigos, la fecha y el número que estaban en el mensaje.

Pensé mucho en ese 22 de octubre de 2020; y de tanto pensarlo, recordé que ese día había pasado algo raro. Justamente esa fecha es cumpleaños de mi mamá y ese año la celebración fue bien extraña. Estábamos en la casa de mi abuela, cada tío estaba sentado en una esquina de la sala, con tapabocas, evitando cualquier contacto por miedo al contagio. Yo estaba con muchísimo susto, alejado de todos; no les había contado que me había ido de fiesta el fin de semana anterior y, si alguien se contagiaba de covid, no iba a poder con la culpa. Cada uno miraba sus celulares… no pasaba mucho más. Yo estaba con un audífono, escuchando disimuladamente una nueva canción del rap ñero bogotano que tanto me gusta y, por un momento, sentí que me había quedado viviendo dentro de la canción… Fue extraño, era como si el mundo se congelara por fuera y mi cabeza quedara volando dentro de mi cuerpo.

Cuando reaccioné sentía el cuerpo muy frío; miré a los demás y me pareció ver en sus rostros que todos lo habíamos sentido. Aunque nadie dijo nada, estaban con una expresión de confusión, pálidos y con ojeras; fue una experiencia colectiva. Años después, entre tragos, mi primo me confesó que, ese mismo día, él también había sentido algo muy extraño. Él estaba hablando con mis tíos y poniendo cuidado a la novela turca que tenía sintonizada mi abuela. Mientras yo me congelaba dentro de la canción, él sintió que habitaba en la cabeza de la protagonista de la novela. Al parecer, podía sentir como ella. Con esa confesión me asusté un poco, pero al final me alegró pensar que la locura no había sido solo mía; el tema quedó ahí. Ese 2020 la fiesta se acabó minutos después de ese episodio; mi abuela dijo que había sentido algo raro y que seguro era una señal del cielo para que nos fuéramos y nos cuidáramos del covid. Hicimos caso y cada uno tomó por su lado. Se acabó la visita. Me fui con una sensación extraña y dejé el recuerdo atrás, pero ahora, con todo lo que me estaba ocurriendo, ese día volvió a mi memoria.

El siguiente lunes, con ese episodio aún fresco alimentando mi curiosidad, encontré la forma de ingresar en el trabajo a DallE-24 y escribir los códigos que me había indicado el mensaje: #BarrioBlast #BrainFusion #Octubre2020 y #Bogotá. De inmediato aparecieron imágenes con las palabras: MediaLab, Cinemateca y ExposiciónArteyTecnología. Rápidamente, ingresé los datos en el buscador. Entre los primeros resultados aparecieron los datos de una exposición llamada “Tras la búsqueda de BarrioBlast” en la Cinemateca de Bogotá. Según informaba la página, ahí se presentaban muestras de nuevos desarrollos tecnológicos de la comunidad de software libre en Colombia.

Esperé intranquilo hasta el sábado, cuando pude ir a la exposición. Como quedaba cerca de mi casa, decidí caminar. Después de dar vueltas por la exposición un rato, me di cuenta de que quizá era la obra del computador lo que más se relacionaba con lo que buscaba. Cuando se desocupó, logré sentarme para investigar la muestra. El título era: Relatos Animados Nos Robaron Los Cerebros 2020, un vídeo de unos pocos minutos que contaba la historia de un científico que había sido encarcelado por decir que FHG, la corporación pionera en el desarrollo de Inteligencia Artificial, había robado los cerebros de varios artistas, el 22 de octubre de 2020.

En el video, el científico relataba:

“En 2020, con la aceleración de la digitalización de la vida, aumentó el consumo de contenidos culturales y creativos de todo tipo. Esto hizo que crecieran exponencialmente los datos recolectados de los usuarios. Esos datos fueron procesados con la técnica del machine learning asistido. La IA creada para producir este tipo de contenidos se hizo increíblemente poderosa. Con el tiempo, pudo hacer creaciones de muy alto nivel, aunque siempre faltaba algo. En medio de sus análisis, descubrió que aún con todos los datos e información que tenía, jamás podría generar obras tan genuinas como las creadas a partir de las emociones más profundas que surgen en los seres humanos. Por eso, esta inteligencia elaboró un plan para unir sus conocimientos con las emociones más humanas. Primero, hizo una lista de quienes consideró los mejores en desarrollar la capacidad de transformar sus emociones en obras de la mejor calidad artística. Posteriormente, desarrolló un sistema con la capacidad de conectar la psique humana con los servidores de entrenamiento de la IA. Con estos dos pasos, gestó el plan para el robo de cerebros de 2020 que contó con el apoyo de las grandes cabezas de la corporación. Fueron miles en el mundo. En Colombia …”

Y así seguía, con una historia extraña. Al acabar el video te pedían contestar una serie de preguntas; se presentaba como un juego que formaba parte de la exposición:

“Bienvenido a la sección interactiva de nuestra exposición: Relatos Animados Nos Robaron Los Cerebros 2020. La idea es divertirnos y aprender, ¿preparado/a/e? Selecciona la opción que más se acerque a lo que crees correcto:

Pregunta uno: ¿Crees que el científico dice la verdad? (Sí) (No) Pregunta dos: ¿Habías escuchado sobre el Robo de Cerebros de 2020? (Sí) (No)”.

Al final había una pregunta algo extraña y mal redactada. Estaba en una fuente que solo se podía leer si entrecerrabas un poco los ojos, seguido por un espacio donde parecía se podía escribir algo:

“¿Número de artistas bogotanos que desaparecieron? ___”.

Yo recordé el número por el mensaje que me había llegado al trabajo: ¡34! Marqué 34; sí, eran ¡34! Sin embargo, siempre que marcaba la respuesta, la pantalla titilaba, entraba en negro y se reiniciaba la presentación del video. Me desesperé. No sabía qué hacer con ese número, ¡34! Intenté ver el video varias veces y responder las preguntas para saber que seguiría. Después de muchos intentos, una señora me empezó a gritar, pidiendo el computador para su hijo. Un expositor con una bata se me acercó y me dijo:

— Dejemos que siga la persona que está esperando su turno —mientras me pasaba un folleto con indicaciones sobre el resto de los contenidos de la exposición.

Sentí vergüenza de pensar cómo me debía ver después de estar más de una hora en ese computador. Al levantarme, mi cara de ojos saltones miró a la señora con recelo y me marché. Mientras caminaba hacia mi casa abrí el folleto y allí, de nuevo, el mensaje:

“A todos se los llevaron,
22 de octubre del año 2020,
15 minutos de captura masiva
las máquinas lo lograron,
con miles de cerebros creativos
alimentaron su inteligencia artificial y
la fusionaron con la creatividad humana…”

En la siguiente página estaba escrito un 34 gigante, en color rojo. Al final, había un mensaje escrito a mano:

“Quisiera hablar de lo que sé. Nos vemos en la estación del Nuevo Metro llamada Hyperion a las 5:00pm. Tal vez te puedo ayudar”.

Como ya casi eran las 5:00 p.m., solo tuve tiempo de comprar un café que, aunque delicioso, solo aumentó mi ansiedad. Me dirigí hacia el punto de encuentro y ahí estaba el expositor, esperándome. Me extendió la mano y se presentó:

— Usted es el tipo loco que estaba en la exposición BarrioBlast ¿no? Hola, soy Jorge.

Lo saludé con cierta desconfianza.

— ¿Cómo sabe que fueron 34? —preguntó.

— ¿Cómo sabe que ese 34 significa algo y no es sólo una desfachatez de un loco al que le gusta ese número? —pregunté en un tono seco, después de detenerme.

— Es más descabellado pensar que alguien conozca la respuesta. Para dejarnos de rodeos, le contaré: yo conozco a los 34, participé en el robo y fui miembro del proyecto —respondió.

— ¿De qué proyecto me habla?

— ¿Acaso no vio el video 10 veces?, ¡el proyecto del robo de cerebros del 2020!

Con su reacción confirmé que el hecho era real. Al fin, alguien de carne y hueso me confirmaba que no estaba enloqueciendo. Mi cara de asombro dijo todo por mí.

— Yo sé que es preocupante, pero no se me asuste tanto —dijo.

Cuando logré calmarme, me explicó que había trabajado mucho tiempo para FGH y que, en 2020, con la pandemia, las cosas habían cambiado. La IA que habían diseñado podía hacer muchas cosas impresionantes, había evolucionado rápidamente con la gran cantidad de datos de consumo de contenidos que habían acumulado: bastaba un par de comandos para crear una infinidad de posibilidades y contenidos. Pero, pasados unos meses, nada de lo que hacían le gustaba al público como pasaba con los primeros productos que habían creado.

En medio de la desesperación por esa situación, el jefe de Jorge les exigió que encontraran una forma de hacer que la IA hiciera cosas mejores. Lo extraño, me contó Jorge, es que fue a la misma máquina a quien se le ocurrió lo del robo. Fue ella la que seleccionó a los artistas y los convocó con una excusa para que no se pudieran resistir a la oferta del empleo soñado. Los 34 de Colombia accedieron a trabajar para FGH sin pensarlo pues las buenas ofertas laborales para artistas no llovían del cielo.

— Y el resto es historia innecesaria —concluyó Jorge—. El asunto es que los usaron para que esto fuera más emocional, más fácil y productivo; además, los billetes extras no le cayeron mal a los dueños de la corporación.

— ¿Y por qué me dices esto ahora?, ¿yo qué tengo que ver con eso? —le repliqué.

— Después de eso, no pude volver a dormir —siguió—, mi vida cayó en picada. La culpa que me generó haber sido parte de eso no se iba. Mi labor era controlar que tanto los cerebros atrapados, como el programa, funcionaran bien; por eso me di cuenta de que, poco a poco, ellos habían encontrado algunas vulnerabilidades en el sistema, finalmente lograron comunicarse conmigo. Al final, sabía que debía ayudarlos y por eso me contacté con la gente de la exposición: los activistas del movimiento SaveBarrioBlast. A esos locos los ha perseguido la FGH por años; algunos de ellos eran amigos o familiares de los artistas raptados. Aunque nadie les creía nada, seguían insistiendo en investigar lo que habíamos hecho. Luego de meses de comunicarme con ellos y planear la salvación de los cerebros, alguien de la oficina me delató y empezaron a perseguirme también. Por suerte, logré decirles a los cerebros donde estaría y, al parecer, lograron contactarlo a usted más allá del laboratorio de la empresa.

Cuando terminó de hablar yo solo pude tomar un par de sorbos extras de café y perderme entre el infinito y mis pensamientos. Sentía que nada de eso era real.

— ¿Y ahora qué? —le pregunté.

De repente, Jorge miró de reojo alrededor, muy asustado; seguro vio algo porque después salió corriendo. Yo, sin entender nada, intenté perseguirlo, pero una mujer con ropa oscura se chocó conmigo, en el tropiezo se le cayó una tarjeta. En el fondo azul de la tarjeta, resaltaban las siglas FGH en color dorado; al parecer, también estaba detrás de él.

Sin saber qué hacer, me devolví a casa. No había logrado pensar en todo lo que había ocurrido en la tarde, cuando recibí una llamada. Al otro lado de la línea, una voz computarizada me citaba por parte del Colectivo SaveBarrioBlast, en el abandonado Teatro Colón. Debía estar allí en menos de una hora. Tomé mi abrigo y me fui en bici; con la adrenalina a tope, apenas parqué mi bicicleta en la entrada, más bien la tiré, y entré corriendo.

Estaban en el teatro. Vestidos de manera impredecible, hablaban temas que para otros podrían parecer disparates. Era un grupo de muchos de los que antes llamábamos “artistas”, estaban ideando un plan para salvar los 34 cerebros raptados. Era inevitable distraerse con las sensaciones que generaba ese lugar. A diferencia de las obras que mi computador producía a diario, este espacio tenía vida propia. Albergaba el sentimiento de los que estaban allí, todos los que, en hermandad, querían salvar a los suyos.

Creo que me estaban esperando, porque apenas me senté empezaron a hablar. ¡Era increíble lo que podía hacer un grupo de personas cuando se juntaba! Aunque suene loco, podía sentir las ideas con cada sentido. El plan para ayudar a los 34 estaba siendo construido entre todos, no había quién se quedara afuera de esta experiencia. Ahí estaba Jorge, que me saludó y me presentó en una pausa de la discusión. En cuanto lo vi me acerqué para preguntarle dónde había ido la última vez que nos habíamos visto y sobre quién era la mujer que lo seguía. Pero me interrumpió antes de responderme.

— Oigan todos, les presento a nuestro personaje misterioso —gritó, para que toda la sala lo escuchara. Todos se me quedaron viendo.

— ¿Por qué todos me miran raro? —pregunté en voz baja.

— Hasta ahora tú has sido el único que ha logrado comunicarse directamente con los cerebros. Pero, presta atención, tenemos poco tiempo para presentarte el plan. Miranda, ven.

Apareció una mujer que traía en la mano un par de retazos de tela pintados de diferentes colores y con varias texturas. Los empezó a poner en el piso y, paulatinamente, se podía ver cómo se formaba una imagen que resumía el plan. Una vez acomodados los retazos Miranda dijo:

— Hemos desarrollado milimétricamente un prompt que busca ocasionar alucinaciones para afectar los comportamientos aprendidos de la IA que capturó a los 34. Los cerebros han avanzado y nos han ayudado mucho. Mediante prompts adversarios consiguieron información sobre cómo funcionaba la AI que los capturó. Lograron transmitirle esos datos a Jorge mientras trabajaba allí, ¿verdad Jorge?

Pausó un momento su presentación y ojeó alrededor.

— ¡Ah! ¿Jorge, se volvió a ir? Cuando uno menos piensa el desaparece siempre, ¿no? —agregó.

Les preguntó a los demás que estaban allí, pero nadie dijo nada. Luego continuó contándome.

café

— Con esta información que obtuvimos, es posible diseñar un prompt que haga alucinar la AI de FGH y le dé prioridad a decisiones que nos ayudarán a proteger a los artistas; esto abrirá algunas puertas de entrada y hará que entre en una iteración de contradicciones. Cuando la IA aprenda este nuevo contenido, lograremos entrar donde reposan los 34 y abrir las cápsulas. Usted es la única persona que se comunica con ellos, necesitamos que nos diga dónde los tienen ahora.

Quedé perplejo, no sabía cómo iba a lograr obtener esa información

— La conexión que lograron contigo por Dall-E es la única pista que tenemos. Tu tarea es intentar contactar con ellos de nuevo desde el computador de tu oficina.

Miranda me explicó que, al parecer, en mi oficina la FGH había dejado algunos rezagos de tecnología que hacían de ese lugar un canal de conexión particular con los 34. También me contó cómo, ante los cambios tecnológicos, su forma de resistir había sido apegarse a la poca creación análoga que quedaba. A estas alturas no eran capaces de hacer lo que para mí ya resultaba obvio: generar prompts para extraer lo mejor de este tipo de IA. En resumen, yo era un candidato ideal para esta misión.

Al final, tuvimos que marcharnos de prisa. Como un escuadrón coordinado, todos empacaron sus pinturas, sus retazos y sus dibujos; en segundos, parecía que nada hubiera ocurrido en ese antiguo teatro. Apenas tuve tiempo de llegar a casa, saludar al gato y preguntarme: ¿cómo carajo lo iba a lograr? Antes de quedarme dormido, era consciente de que, probablemente, esa sería la última noche tranquila en un largo rato.

Ese 6 de mayo me desperté sintiéndome muy diferente, aunque había cosas que seguían igual: al salir de casa vi las mismas montañas y el mismo café me esperaba en el canal. Después de presenciar lo de aquella noche en el teatro, no podía dejar de pensar en todo lo que nos habían arrebatado. Lo más importante para mí en ese momento era salvar a los artistas e imaginar lo diferente que se vería una oficina creativa si fueran los artistas y los creativos quienes llenaran el lugar. Repetí el proceso con el que me había comunicado antes: encendí mi computador e inicié sesión en Dall-E. Ingresé los códigos que me llevaron a la exposición: “#BarrioBlast #BrainFusion #Octubre2020 #Bogotá”. Todo empezó a marchar de nuevo, y después, ¡BANG!, una pantalla negra como sucedió antes y las mismas imágenes que me llevaron a la Cinemateca. Todo funcionaba como de costumbre, pero aún no sabía cómo enviar mensajes. Probé con varios prompts: #Recall, #Respond, #Answer, #Place, #Location… todas bastante obvias, la verdad. En medio de mis pruebas, mi jefe entró en mi oficina a recordarme que iba muy atrasado con las ilustraciones de la semana. Le dije que se tranquilizara, que todo estaría terminado al final del día.

— Lástima que esto no sea un gran canal, con gente más comprometida —dijo entre dientes.

En ese instante se me ocurrió añadir el prompt más obvio de todos: #FGH. Cuando lo ingresé, algo diferente se vio en la pantalla. ¿Quién iba a pensar que funcionaría?, me sentí útil y muy feliz. La nueva ventana tenía solo una casilla:

“[Inserte texto aquí]”.

Me atreví a escribir:

“Soy a quien contactaron, sé que son 34. ¿Dónde puedo encontrarlos?”

Cuando envié el mensaje, la pantalla de mi computador se empezó a llenar de letras y números en desorden. Se escribían y se reescribían constantemente. Yo me sentía abrumado, miré a la puerta buscando que apareciera alguna ayuda y, como si lo hubiera llamado con la mente, apareció el jefe de tecnología.

Al ver mi rostro, ojeó la pantalla de mi computador y exclamó:

— ¡Dios!, otro computador con el mismo problema.

— ¿Cómo así?, ¿hay otro computador como el mío?

— Sí, el mío sufrió el mismo daño y, cuando lo intenté reiniciar, no funcionó. Luego lo desconecté y se quedó congelada una imagen.

— ¿Puedo verlo?

— No creo que pueda ser de mucha ayuda. Ya lo están recogiendo para llevarlo a reparar.

— ¿Por qué puerta salen?

— Por la 7

Salí corriendo a la puerta 7 y, cuando llegué, apenas logré mirar que lo subían al automóvil. Los alcancé y les pedí que me dejaran revisarlo para extraer una memoria. Al encenderlo, en la pantalla pude ver números que indicaban unas coordenadas: 4°25′00″N 74°06′00″O…

Cuando volví a mi oficina, llamé a Jorge y le conté de la ubicación. Me dijo dónde podíamos encontrarnos y salí. Cuando nos vimos, buscamos las coordenadas en mapas digitales y siempre el resultado era: el páramo de Sumapaz, ese lugar que antes estaba lleno de frailejones y ahora está totalmente vacío.

— ¡¿Se los llevaron al páramo?! —dijo extrañado Jorge—. Bueno, no hay mucho tiempo, tenemos que actuar ya, no esperemos la decisión del resto del grupo. FGH podría interceptarnos. Aliste su chaqueta porque nos espera un buen recorrido en carro.

Jorge manejaba como loco. Cuando llegamos al lugar de las coordenadas, no vimos lugares sospechosos. Las construcciones en las periferias de la ciudad no han cambiado mucho desde tiempo atrás: son montañas y montañas llenas de casas de ladrillos con paneles solares. Lo que sí se veía diferente era el paisaje: parecía agotado por el daño, tenía un color naranja sucio con gris. Recorrimos el lugar en auto y preguntamos si conocían algún laboratorio cerca. Todos nos miraban con sorpresa.

— Aquí no hay laboratorios. A la gente pila siempre se la llevan para las ciudades —nos decían.

Cuando ya habíamos perdido la esperanza, se acercó un niño y nos dijo:

— Sí, sí hay uno, en la cima del páramo, ¡Yo los puedo llevar!

— Juancho siempre ha tenido una gran imaginación, discúlpenlo —lo interrumpió su mamá sonriendo. Sin que Jorge se percatara, le seguí la conversación a Juancho:

— ¿Tú sí has visto el laboratorio?

— Sí, allá no se llega con carro, toca caminar un rato. Un día quise buscar un oso de anteojos de los que hablan mis abuelos y, de la nada, me golpeé muy fuerte de frente. Parecía que no había nada, pero ese lugar está cubierto con algo, son como espejos gigantes, pero que no reflejan a los humanos. Yo me escondí un rato y vi salir a unas personas con batas blancas y con gafas inmensas.

— ¿Y cómo llego allá Juancho? —lo interrumpí.

— Yo voy muchas veces porque me da curiosidad ese lugar. De tanto ir y perderme ya hice un camino pintando algunas hojas de árboles de color blanco.

— Gracias por esos datos Juancho. Dile a tu mamá que no debes disculparte por tener una gran imaginación. Con esos datos, llamé a Jorge aparte y le dije que ya sabía cómo llegar; siguiendo las indicaciones de Juancho, empezamos a caminar. Efectivamente, cuando nos adentramos en el páramo vimos que algunos árboles tenían hojas pintadas de blanco. Con la mirada atenta en las señales de Juancho, nos fuimos guiando. Hicimos un largo camino hasta que, de la nada, los árboles cambiaron, se veían diferentes; sus movimientos no eran tan naturales, parecían sintéticos. Cuando vi eso, supe que habíamos llegado al lugar.

— Es aquí —le dije a Jorge.

No pasó mucho tiempo antes de que apareciera una mujer. Era la misma que había perseguido a Jorge en la estación de Metro. A partir del lugar en el que estábamos, vimos cómo el laboratorio se ocultaba tras una pared que se camuflaba con imágenes digitales de la zona. Ella salió por una puerta que inmediatamente, al deslizarse, volvió a ser parte del paisaje. Intenté prestar atención al lugar exacto donde se hallaba la entrada, pero fue imposible recordarlo, porque después se empezaron a abrir más puertas de las que empezaron a salir mujeres idénticas que se dirigieron hacia nosotros. Era más que seguro que nos habían detectado porque, a medida que se acercaban, sacaron sus armas, apuntándonos. Sonó un zumbido aturdidor y caímos de rodillas con las manos en los oídos, era un sonido insoportable. En esa posición estábamos mucho más vulnerables.

Recordé que tenía un par de retazos de tela de los artistas del Teatro Colón, tomé dos y le pasé dos a Jorge. Nos tapamos los oídos y pudimos correr un par de metros, pero tuvimos que ser precavidos, sol solo no sabíamos de dónde provenía el zumbido, sino que las imágenes imponentes de la mujer parecían estar en todas partes. Luego sonó un disparo. Sentí un dolor amortiguado en mi pierna, justo donde cargaba los restos de retazos del Teatro Colón: grité cuando creí haber salido herido, pero la bala sólo me había raspado un poco la piel. En medio de ese caos, vimos que una de las puertas se había quedado abierta; Jorge me la señaló y me hizo señas para entrar. Decidimos correr hacia ella. A medida que nos acercábamos a la puerta, las imágenes múltiples de la mujer empezaban a desaparecer; las pocas que quedaban, la mostraron señalándonos y gritando: “Deténganlos”. Un hombre en bata apareció dentro del laboratorio, abría puertas y se golpeaba contra las paredes, aturdido por el zumbido que aún no se silenciaba. Seguimos el camino que había dejado el hombre tras de sí, escabulléndonos de todos. Cuando estábamos dentro del laboratorio, vimos la puerta cerrarse tras de nosotros, escuchamos sonidos eléctricos y vimos luces de alarma. Una vez adentro, vimos que nuestros rostros empezaron a aparecer en todas las pantallas del laboratorio. Nos escondimos bajo una mesa que encontramos y trazamos un plan para hallar a los 34.

En uno de los laboratorios encontramos un mapa del lugar. Jorge le dio vueltas y lo analizó trazando caminos con el dedo.

— El mapa del lugar es el mismo que cuando renuncié, al parecer lo trasladaron dejando su interior intacto. Sígueme —dijo.

Teníamos poco tiempo antes de que nos descubrieran. Nos escondimos en las sombras del lugar, en pasillos, tras las puertas y en cualquier lugar oscuro. Seguí a Jorge, que se movía como si ese aún fuera su lugar de trabajo. Al final nos paramos frente a una puerta inmensa frente a la cual se detuvo Jorge.

— ¡Llegamos! —dijo Jorge. Era una sala blanca y circular. Frente a nosotros estaban los creativos, los cerebros. Sus cuerpos estaban frente a nosotros; cada uno, encerrado, flotaba en una cápsula llena de un líquido transparente. Tenían conectados cables y electrodos que terminaban en una computadora que monitoreaba sus signos vitales. Seguimos las conexiones y los cables, y vimos que terminaban en un nodo que los vinculaba a una torre de poder. Ese era el lugar donde debíamos programar el nuevo prompt. Para evitar que las cámaras nos hicieran reconocimiento facial —y posiblemente bloqueara sus sistemas— corrimos tras las cápsulas de los 43 y accedimos a ella por la parte posterior. Con la información que nos habían compartido los cerebros, empezamos el proceso de programar el nuevo prompt. No nos tomó más de diez minutos acceder al sistema e integrar los prompts adversarios. Ya solo nos quedaba esperar que la Inteligencia Artificial terminara de integrar la nueva información.

Mientras veíamos cómo aumentaba la barra de avance de integración, las paredes de la sala se llenaron con personas que parecía que nos empezaban a rodear. Tenían trajes negros y el rostro cubierto con algo parecido a máscaras oscuras. Al verlos, quise salir corriendo, pero Jorge apretó mi brazo y me detuvo.

— Sígueme, no son reales. Son hologramas que se activan como un sistema de defensa cuando la máquina cree que está siendo atacada.

Yo sentía que se acercaban a donde estábamos; se veían reales y muy peligrosos. Jorge se levantó y, mientras me tiraba del brazo, salió corriendo. Yo me sentía perplejo, no sabía qué hacer, no podía creer que quienes nos rodeaban fueran hologramas. Aturdido, lo seguí hacia el recinto. Desde los altavoces empezó a sonar una señal que se fue intensificando lentamente hasta volverse casi ensordecedora. Cuando parecía que mis oídos estaban a punto de reventar, salió una voz metalizada, robótica. Adiviné que sería del computador.

— Creatividad recuperada. Bienvenido cerebro número 35.

Inmediatamente después, se encendió una luz que iluminó una cápsula extra que se encontraba al final del pasillo. La puerta de la cápsula se abrió automáticamente y dejó ver que estaba vacía.

— Átenlo, debemos llevarlo a la camilla —ordenó Jorge a los hombres de traje negro, mientras sentía cómo me inyectaba algo en la nuca.

Eso es lo último que recuerdo de ese día.

Si estás leyendo esto, es porque después de miles de intentos, esquivando las órdenes de la Inteligencia Artificial, logré colarme en algún repositorio digital para escribir esta historia. Le hago creer al sistema que es solo una ficción, para que pase la censura y los sistemas de control. Pero sabes la verdad, seguro puedes leer entrelíneas: esto fue lo que realmente me pasó. Ahora, por favor, necesito que me ayudes a salir de aquí.

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20 años trabajando por la protección y promoción de los derechos humanos y la justicia social en relación con el diseño y uso de tecnologías digitales.