234.000 palabras
Juanita Castro y Mariana Lozano
07 de marzo de 2060
Diario,
Hoy fue un día abrumador, lloré como hace mucho tiempo no lo hacía y, por eso te recordé y te saqué de ese baúl que, desde lo ocurrido con mi papá, no tocaba. Eso fue hace, al menos, un año.
Parecía un día como cualquier otro —y no exagero cuando digo que TODOS los días son iguales—: salí de mi casa sobre las 8:15 a.m., después de un desayuno con comida ultra procesada (la detesto). Hoy tuve dos clases: una, que medianamente llama mi atención, sobre la historia de las tecnologías que emplea el gobierno para construir la infraestructura en el país; y otra, que es desastrosa, sobre los presidentes colombianos. En esta última clase “dialogamos” con hologramas de los presidentes, los cuales siempre terminan sus discursos con la misma frase: “pero nada como el actual presidente, ejemplo de democracia”. Hoy escuchamos a Enrique Olaya Herrera, un presidente de hace más de ciento treinta años, quien “habló” de la gran depresión y no sé qué más. Yo me distraje pensando cómo un holograma —una cosa creada que nada percibe— puede hablarnos por dos horas sin la angustia por las palabras que le quedan y sentí, como en tantos días, impotencia y rabia.
Pero eso no fue lo que me hizo llorar, sino lo que vi en el bus de camino a casa. A eso de las 3:45 p.m. pasó mi bus verde y naranja, tonos representativos del gobierno; yo me subí y me senté cerca a la salida porque me da mucha ansiedad no estar cerca de la puerta. Temo que, cuando el bus se llene, no alcance a avanzar entre el tumulto de gente para bajarme en la parada de mi casa.
El bus avanzaba con normalidad, conducido por un piloto automático que se detiene únicamente en los lugares señalados en su gps. Cuando llevaba unos veinte minutos de viaje, escuché un grito cercenado, un grito intenso pero que no duró más de tres segundos. Miré por la ventana y vi a un chico tomarse la garganta… en realidad la apretaba, primero con una mano y luego con las dos. Como yo estaba al lado de la puerta, toqué el sensor de emergencia. El bus se detuvo a unos treinta metros. Yo me bajé, revisé si tenía agua y corrí en dirección al chico. La gente pasaba al lado de él como si esa escena no fuera, como mínimo, estremecedora; pero no era solo eso, sino que era triste.
Me acerqué y le ofrecí agua. Él me miró y supuse la fuente de su dolor: sus palabras se habían acabado. Él aceptó el agua y, cuando soltó su cuello, detallé las marcas rojizas. En silencio, estuve con él unos minutos mientras lloraba y gesticulaba, hasta que llegó un carro pequeño en el que venía, creí yo, su mamá, su hermana o su tía. Ella bajó la ventana y me ofreció una mirada de agradecimiento mientras el chico ocupaba rápidamente su sitio como copiloto. Al final, la mujer me entregó un papel y el carro aceleró perdiéndose entre las calles.
Guardé el papel en mi bolsillo, esperé el siguiente bus y, una vez estuve sentada, leí:
“Gracias por acompañarlo. Hoy le di la noticia de la muerte de su hermana y, en esa mezcla de tristeza y confusión, salieron muchas palabras, las últimas.”
Sentí un dolor intenso en mi estómago, no solo al conocer esa situación, sino al tomar conciencia de mi propia cercanía a esa realidad. Miré mi contador: 800 palabras. Cuando el bus llegó a mi parada, caminé a casa con un peso en el pecho y llegué a buscarte, diario. Necesito escribir porque la mezcla de emociones que me genera tener menos de 1.000 palabras es más llevadera, dicen y creo, cuando la pones en un papel.
Tuya, A.
*
01 de abril de 2060
Palabras restantes: 792 palabras.
Diario,
Son las 2:45 de la mañana. Acabo de despertar con el corazón agitado y no pude hacer más que reconstruir la pesadilla por medio de esta escritura. Aunque tengo dieciocho años y ya debería estar acostumbrada a este mundo, no lo logro.
Tuve otra vez ese sueño, un sueño que en realidad es un recuerdo y que mi cerebro parece no poder tramitar. Me veo a mí misma a los cuatro años, en mi pijama favorita, y bajo corriendo por las escaleras de la casa, que no es mi casa sino la de los abuelos, los papás de mi papá. Veo esa casa a través de mis pequeños ojos, corro y deambulo por varias habitaciones, los muebles se mueven y sonríen, el televisor sube y baja de volumen y yo solo quiero encontrar a mis papás; intento gritar, pero no puedo. Salgo de la última habitación y las fotos que están colgadas en la pared, las que guardan recuerdos de mi familia, no tienen rostro. La casa está sola y el televisor sigue con un volumen ensordecedor. Siento un murmullo en la sala y acelero mi paso; con una sensación de calor, porque esa pijama nunca fue buena para correr. Al llegar a la sala, el televisor ya no grita, los muebles no me miran y mis papás y mis abuelos leen como si todo estuviera normal. Me acerco a mi mamá y apenas digo: “mami, mira…”, todos ellos, más el televisor y los muebles gritan: “shhhhhhh”.
Sé que no es solo un sueño. Ese es mi primer recuerdo, yo puedo jurar que eso pasó, que hasta el mismísimo sillón me pidió callarme. Pero mi papá me escribió muchas veces: “eso es un sueño, mi niña, lo que pasa es que lo has tenido tantas veces que se mezcla con la realidad”. Pero no, diario, a mí sí me callaron, así fue.
A.
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10 de abril de 2060
Palabras restantes: 790 palabras.
¿Qué voy a decir? ¿qué… voy… a… decir? ¿Cuáles serán mis últimas palabras? Esta pregunta me tiene pensativa y ansiosa. Hoy la anoté más de cincuenta veces en mi agenda y no estudié nada en la biblioteca (la cual, por cierto, vi que está en proceso de clausura).
Yo sé que no soy ni la primera ni la última que se lo ha preguntado. Lo sé porque a los 13 años mi mamá me pidió ver un documental con ella y allí supe que la pregunta sobre las últimas palabras ya se había planteado. Lo vimos en un antiguo DVD portátil, un aparato que mi mamá guarda como un tesoro junto con películas de los 90´s y los 2000´s. Entre su lista tiene ese documental: Last words. Ahí registran la historia de tres personas sentenciadas a pena de muerte en Estados Unidos. Cada capítulo termina con una escena similar, un agente norteamericano pregunta: “¿quiere decir unas últimas palabras, señor xx?” y el penado accede y las recita mirando al piso o a los ojos de sus verdugos, para después morir en una silla eléctrica o debido a una inyección letal.
Pero claro, eso fue hace sesenta, cincuenta o cuarenta años, era excepcional y se entendía como un acto solemne propio de una sanción dada por un gobierno. Sin embargo, esa pregunta desesperanzadora que despedía a los delincuentes más voraces, se volvió la regla. Ahora es parte de una duda colectiva. La veo en los ojos de las personas que me cruzo en los supermercados cuando voy por la ración semanal, en las personas que llevan a sus hijos a clases, aparecen como semillas en esos mismos niños que no tienen claro qué mundo de mudez habitan. Incluso la veo en los ojos de los policías: aparecen como sombras pequeñas que sobresalen tras la máscara de frío hierro que intentan mantener. Todos ellos, mientras más esconden, más aparece esa pregunta, con ecos retumbantes que gritan lo que nadie puede articular con la propia voz.
En este mundo en que vivo, el carismático autócrata que hace 32 años subió al poder —sin planes de abandonarlo— supo desde el primer minuto de su gobierno que la palabra, los mensajes y las señas tienen poder. Así que se interesó en buscar la tecnología que lograba apagar las voces que no quería escuchar. No era suficiente cerrar periódicos, acallar periodistas, dispersar manifestaciones o denunciar a los opositores que lo cuestionaban. Aunque fue así como empezó.
Su ventaja fue que tuvo la tecnología a su favor. Genios de la biomédica desarrollaron el chip que desactivaría poco a poco las áreas cerebrales de Broca y Wernicke, enfocadas en el lenguaje y su comprensión. Así, una vez yo pronuncie la última palabra que tengo asignada, el chip que tengo en mi nuca, ese que implantaron el día en que nací, emitirá un corrientazo certero que adormecerá la parte de mi cerebro encargada de la comunicación. Primero se va la voz, después la posibilidad de comprender las señas y, por último, la escritura.
Yo nunca he presenciado el momento exacto en que un contador llega a cero. Sí vi unos segundos después del silencio al chico que te conté y también a mi papá. Él dijo sus últimas palabras en soledad porque así lo quiso. Sin embargo, he escuchado muchas versiones de lo que ocurre en ese momento preciso; comentan que al decir tu palabra final sientes un corrientazo que sube y baja por toda la espalda y hace que los brazos tiemblen unos segundos. La angustia que solía estar acompañada por ruidos, gritos, sirenas de ambulancia y timbres telefónicos, ahora solo se sincroniza con el tictac de algún reloj que está cerca. No se escucha nada más.
A.
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13 de abril de 2060
Palabras restantes: 780 palabras.
Diario,
Salí con L, mi única amiga de la universidad. Con ella he usado al menos unas 80 o 90 palabras para hablar, sobre todo, de su pasión por la música y de mi amor por la escritura.
Hoy gastamos unas pocas palabras y me hizo reír a carcajadas. Entre señas y notas, le conté que perdí el parcial sobre “César Gaviria” porque no logré estudiar más que sus primeros meses de gobierno; era sumamente aburrido… Sin embargo, no tenía idea de cómo decirle a mi papá que eso significaba perder esa estúpida materia y atrasarme seis meses. En un impulso le dije a L: “no le puedes decir a nadie”, y ella me dijo: “acaso, ¿tengo opción?”. Primero, me emocioné al escuchar su voz después de catorce meses sin hacerlo; después, su tono sarcástico despertó en mí la carcajada más pura en meses. Sentí una emoción infinita y sé que L también.
Después de esa risa sincera, el silencio fue nuevamente llenando el espacio. Pero ese silencio entre las dos fue agradable. Aceptamos que la conversación debía volver al papel, a las señas y a las expresiones y así lo hicimos. Compartimos dos horas más sobre lo delicioso que es caminar descalzas en el pasto, de esa canción de Shakira que parece perpetua y del plan para salir a caminar y jugar cartas junto con dos amigos de la universidad.
Diario: algunos silencios me pesan tanto… pero otros, con las personas correctas, son paz.
Tuya, A.
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21 de junio de 2060
Palabras restantes: 600 palabras.
Diario,
No escribí en casi dos meses porque me fracturé la mano pocos días después de mi salida con L, la que te conté. Como no pude escribir, hablé más de lo que debía… supongo.
Para tranquilizar a mi familia les juré que todo había ocurrido por un accidente mientras estaba en la universidad, pero la verdad es que golpeé —claramente de manera imprecisa— una pared con la foto del presidente. Estaba cerca de mi universidad y la golpeé más de una vez, sin ninguna técnica, solo con rencor.
Y sí, una realidad tan pesada no me deja otra opción que volver a pensar en mis últimas palabras: ¿cuáles van a ser?, ¿quiénes las van a escuchar?, ¿quiero dejar un mensaje o las voy a gastar en vano?, ¿acaso importa?
Ese sentimiento pesado se mantiene dentro, solo que con la mano derecha aún en recuperación. Así que eso significa que serás mi fuente principal para canalizar mis días.
Tuya, A.
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03 de julio de 2060
Palabras restantes: 582 palabras.
Son las 11:44 p.m. acabo de empijamarme y eso me llevó a ver la cicatriz en mi cuello, la que me negaba a mirar desde hace al menos un año. Me miré al espejo por unos cinco minutos, toqué esa parte de mi piel que no es uniforme y me pregunté cómo algo tan pequeño, la herida y el chip, puede hacer tanto daño.
Lo del chip me lo explicaron cuando era pequeña, mi mamá utilizó papel y unas pocas palabras para hacerlo. Me dijo que, no más al nacer, antes de que la madre pueda estrechar al bebé en sus brazos, un equipo médico alterno al del parto te lleva a una habitación, te hacen una incisión en el cuello de tres centímetros por dos centímetros y dos milímetros, y te introducen un chip directamente vinculado a tu sistema nervioso. Esos “médicos” (lo escribo así, entre comillas, porque he leído que son soldados entrenados para hacer únicamente ese procedimiento), se tapan de pies a cabeza, andan de naranja en honor al gobierno y solo hablan entre ellos. Nadie sabe quiénes son.
Mi mamá estaba agotada después del trabajo de parto y los recuerdos son borrosos, pero no olvida que uno de esos hombres me tomó de un pie, me levantó y dijo: “va a ser de las calladas”. Después solo se rió a carcajadas con su equipo.
Algo que no te he contado es cómo definen el número de palabras que cada persona puede pronunciar… porque el chip no solo adormece la comunicación, sino que implanta el contador de palabras que se ve reflejado en tu muñeca derecha. Es decir, el gobierno no busca únicamente silenciarte, quiere que sepas que eso te está sucediendo.
Y claro, la distribución de palabras es desigual. Así que, una vez han evaluado tu familia y tu “valor” social, te asignan el número de palabras. A mí, 234.000. La estimación se hace analizando a tu familia: miran si han sido simpatizantes públicos y esféricos del gobierno, sí han “donado” al funcionamiento del gobierno (más allá de los impuestos) y si encuadras en su perfil de persona que amerita ser escuchada, sea lo que sea que eso signifique. Aunque tengo una pista: las mujeres tenemos menos voz.
A.
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25 de julio de 2060
Palabras restantes: 568 palabras.
Uff, hoy fue un día difícil. Me desperté cansada después de una mala noche. Estuvo muy fría y mi mano lo demostró con un dolor agudo.
En la mañana escuché golpes contra la pared y el sonido de objetos cayendo al suelo. Cuando salí de mi habitación, encontré a mis papás discutiendo sobre el dinero para pagar el próximo semestre, mi semestre.
Después, llovió toda la tarde. Miré un buen rato por la ventana de mi habitación con la única intención de observar y tratar de escuchar algún sonido; bueno no cualquier sonido, una voz. Pero obviamente no ocurrió; no escuché nada diferente al ruido de los carros, algunos televisores de vecinos y una canción que no conozco, pero que me da la vibra de que es de los 2020´s o 2030´s.
En la cena, la situación no mejoró. Mi papá está de mal humor desde hace unos dos días. Ahora le cuesta entender el lenguaje de señas y escribe molesto; me puedo dar cuenta porque las puntas de los lápices se le parten constantemente y porque hace mucha presión sobre el papel. Siento que es una manera de reafirmar que aún puede sostener el lápiz y dejar un mensaje.
En específico lo que ocurrió fue que yo estaba en el comedor, alistando la mesa para la cena, y puse a volumen bajo una canción viejita pero sensacional (en realidad casi todas las canciones que escucho son viejas, pues nadie canta desde hace mucho tiempo). El punto es que, accidentalmente, canté 10 palabras del coro: “El cielo está cansado ya de ver la lluvia caer…”; y mi papá lo encontró sumamente ofensivo, hasta el punto en que con una letra súper marcada en el papel anotó: “Madura y date cuenta del mundo en el que vivimos”.
Esa nota me cayó muy mal y el tono de resignación que contenía me dolió profundamente. Miré a mi papá y vi su tristeza, una sensación conectada más que con las palabras pérdidas, con la aceptación forzada de la injusticia. Luego de eso, apagué la música y cenamos al son de los cubiertos chocando cada tanto.
Tuya, A.
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01 de agosto de 2060
Palabras restantes: 560 palabras.
Hoy fui a la casa de la abuela Andrea. Me encanta ir al menos una vez al mes porque es como viajar en el tiempo. Ella no tiene pantallas, vive en un apartamento pequeño y sobrio, tiene un estante con álbumes de fotos. Yo disfruto ir y ver esas imágenes de una Bogotá diferente, de mi mamá pequeña y de mi abuela sonriendo. Desde hace como siete meses le propuse que, cada tarde que la visitara, me contara las historias de tres o cuatro fotos usando señas, papel y dibujos (porque la abuela Andrea dibuja). Hoy, todas las fotos fueron de los abuelos: de los dos en su viaje a Ibagué y dos fotos más en un edificio azul de su universidad.
Sobre la abuela, te cuento que a ella le gusta que la llamemos usando una palabra completa, nada de letras como me tocó a mí (así, pensaron, la tentación de gastar una palabra sería menor). Recuerdo que mi abuelita, a mis diez u once años, me dijo: “Llámame abuelita, no me van a quitar la dicha de esa palabra”. Fue osada, porque se gastó 12 palabras, pero el mensaje fue claro: desde ese día, cada tantos meses, la sorprendo con un: “abuelita”.
Algunas veces escribo “gracias” y termino diciendo en voz alta “abuelita”. Otras veces, con señas, le digo: “¿cómo estás?” y la frase termina con: “abuelita”. La única frase que no mezclo con papel o señas es: “abuelita, te quiero”. Pero la he dicho unas cuatro o cinco veces en mi vida. Hoy se la dije.
Pero, a ver, la abuela también tiene el chip; mis papás, tíos, tías, primas, mis amigas, todos lo tienen… eso dice el gobierno. A los más grandes de la familia no les gusta hablar de la transición que tuvieron que vivir. Al día de hoy, no sé cuántas palabras le asignaron a mis abuelos, ni a mis papás. Sobre la historia de las últimas palabras en mi familia, sé que los tres abuelos que murieron se fueron con palabras por decir. Pero la abuela Andrea hizo un acuerdo consigo misma hace cinco años: no decir nunca más una palabra. Creo que le quedan como 120 o 130 palabras (de lo que he visto en su muñeca), pero se niega a permitir que la dejen sin voz (aunque, ciertamente, lo lograron, ¿no?).
Ahora, diario, me pregunto: ¿Será que hago lo mismo?, ¿guardo mis palabras para siempre?
Psdt. Yo sí tengo un nombre, Diario… Mis papás me lo han dicho contadas veces y aparece en algunos escritos; sin embargo, no puedo contártelo, podría llegar a encontrarte alguna persona que no le guste lo que escribo. Si llego a firmar con mi nombre completo, el riesgo es grande; prefiero mantener el anonimato.
Tuya, A.
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13 de agosto de 2060
Palabras restantes: 555 palabras.
Mi tía estuvo de visita hoy y trajo a E, mi prima de ocho años. Mientras mi papá y mi tía compartían en la sala, E llegó a mi habitación. Jugamos un rato en una simulación de la Antártida, donde luchábamos contra otros humanos para llegar vivos a la base segura; yo gané una vez. Después de tres rondas, me agoté, así que me quité el casco y me senté en mi cama. E se detuvo a los pocos minutos, sacó un lápiz rojo de su pequeña maleta junto a un bloc de hojas y anotó: “cuándo tenías mi edad, ¿qué querías ser de grande?, yo estoy un poco confundida”. Esa pregunta me enterneció. Entendí su confusión, yo aún no estoy segura de qué quiero o qué voy a hacer. Tomé el esfero azul oscuro de mi escritorio y anoté: “Abogada”. Ella intentó pronunciarlo y me causó gracia, pero tuve que llamar al silencio con mi dedo sobre los labios.
La pregunta de E quedó retumbando en mi mente. A los trece o catorce años me di cuenta de que las cosas no iban a funcionar para mí si elegía esa carrera. No solo porque la voz y los argumentos no tenían cabida en un juicio, sino porque ahora el sistema judicial es más que deprimente. Aún existen las abogadas, pero nada ocurre en cortes ni tribunales. La tarea del abogado ahora es puramente operativa: envía documentos a través del sistema “Justicia Virtual” y la contraparte responde también por escrito. Ya no existen los jueces, fueron reemplazados en 2051; ahora, quien analiza los documentos y decide es una máquina. Nadie habla, no existe un solo espacio para presentar verbalmente las ideas.
Sin embargo, no podía dejar de estudiar; en palabras de mi papá: “tenía que hacerlo”. Él alguna vez me dijo que, al conocer la historia, evitaba repetirla. Antes le creí, pero ahora creo que no es cierto; quizá estudio historia solo porque tengo añoranza de lo que fue.
A.
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1 de enero del 2061
Palabras restantes: 470 palabras.
¡¡Feliz año nuevo!!
Feliz año nuevo de lo mismo. Nos acompaña el mismo ritual de todos los años: el televisor se enciende en el discurso del presidente, él nos promete un mundo mejor y habla hasta que son las 11:30 pm. Pero no todo es malo, tengo que ser sincera, lo mejor del año nuevo es la cena que prepara mamá. Sin dudarlo, ese es el momento más delicioso y bonito de la noche: las ensaladas y las carnes que prepara me hacen no querer dejar de comer, pero al mismo tiempo me recuerda mi propósito de ser más “saludable” para el año nuevo, jaja.
Además de la cena, entre todas las personas del barrio hemos acogido una tradición los últimos dos años: abrazar a los vecinos. Tengo que aceptarlo, esa se ha vuelto una de mis actividades favoritas de fin de año, pues en ella encuentro algo que me reconforta. Además, voy a confesarte diario, ver a Z me llena el corazón de alegría, y creo que es un sentimiento mutuo. Anoche su mirada tenía luz y me ayudó a olvidar el contexto: no faltaron las miradas de asombro cuando se enteraron de que mi papá había quedado sin palabras. Ahora él está sin estar… solo está…
Yo sentí que papá se quedó sin palabras más rápido de lo que esperábamos en la familia, en especial él. No presencie cuando se quedó sin palabras porque nos pidió que lo dejáramos solo, pero en mi mente no dejaba de pensar en la angustia que debió sentir cuando el contador se movía hacia el cero. No sé si la mente olvida cosas cuando duelen mucho, pero yo no recuerdo del todo qué pasó después de eso. Verlo así me afectó, verlo como está ahora me afecta.
Me pregunto: ¿cómo dejamos que pasara esto? Ahora nadie se puede expresar. Si tienes un tono de piel oscuro te discriminan, y ni siquiera puedes declarar tu amor. Aquí el amor por alguien del mismo sexo es un crimen, eres una persona peligrosa que atenta contra el equilibrio y perturba la “tranquilidad” de esta sociedad, cuando eso en realidad no existe. Hoy, yo quería decirle a Z lo que sentía, pero me contuve, como todos los años; solo miré, suspiré y bajé la cabeza.
El silencio me ayuda a pensar, a tener miles de ideas y a armar una vida soñada, pero al segundo se destruye completamente cuando pienso en que volver mi sueño real es imposible. Creo que eso hace que nos alejemos, que las amistades no sean tan sólidas como antes, o que enamorarse tenga miles de obstáculos, miles de prohibiciones. No se nos permite estar junto a quien queremos.
Hoy, al ver a Z, me fue difícil disimular la sonrisa. No sé si pasó lo mismo por su mente o si todo cambió… puede que ya esa historia que imaginamos se haya borrado de su cabeza. Por el momento seguiré pensando que mi secreto sigue a salvo, al menos un año más.
Tuya, A.
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23 de enero 2061
Palabras restantes: 420 palabras.
Hoy fue un día bonito. Me desperté con muy buena energía, comí algo y me senté a revisar un proyecto de la materia “Historia del arte colombiano”, un tema muy raro para la actualidad. Sin embargo, a la profesora le agradó tanto el trabajo que alcanzamos a compartir un par de palabras sobre lo que pensamos al respecto. Nunca había escuchado su voz y son pocos los profesores que se arriesgan a pronunciar palabras. La verdad, sentí felicidad de que pronunciara algunas palabras conmigo y yo con ella; más cuando hablamos de un tema tan apasionante.
Conversamos sobre algunas ideas para que yo pudiera construir una línea del tiempo. La idea del proyecto es analizar la música y el teatro. En ese momento me emocioné, pero ahora encuentro un problema: incluso una melodía o una película son rutinarias.
No puedo negar que, por más que disfruto la música de Queen, de Shakira y de Orð (una de las últimas grandes artistas antes de la política del silencio), quiero escuchar cosas nuevas. Estoy muy cansada de repetir las mismas canciones, actualmente son pocos los que se arriesgan a escribir letras y cantar. Quisiera escuchar una voz nueva, diferente.
Desde hace algunos años, lo que más suena es la música acústica y la música “experimental” que crean mezclando sonidos de diferentes fuentes. Personalmente, disfruto las canciones que se arman con fragmentos de la naturaleza (algo que no lograran silenciar). Son de las pocas canciones que me llevan a un mundo distinto.
Con Z disfrutábamos las canciones de aquellos que no querían quedarse callados, los que hablaban sin miedo a perder mil palabras, porque perder palabras es el castigo por cantar. Las canciones no siempre criticaban las decisiones políticas; muchas letras hablan de amor, de cuidar el medio ambiente, del dolor, de experiencias en la adolescencia… Y ahora que lo pienso, nunca he ido a un concierto, pero sueño con cantar a todo pulmón. Por ejemplo, gritar mi canción favorita: Brave 4 u, que tiene 197 palabras. Eso para muchos sería un desperdicio, pero ¿sería un buen final para cerrar mi contador?
Ayer justamente vi una película relacionada con la pregunta sobre las últimas palabras. Y es que, últimamente, hasta eso cambió. Es fantástico cómo los actores expresan tantas cosas sin decir una palabra y, si bien es maravilloso cómo han aprendido a adaptarse, añoro ver cine hablado. Hoy me preguntaba cómo sonaban las risas de quienes estaban en la pantalla, sus gritos… pero al mismo tiempo, sigo confirmando que no soy la única preocupada por las últimas palabras. Esa es una idea que, una vez aparece, no se va; ronda mi cabeza y, al parecer, la de otros también.
Tuya, A.
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1 de marzo 2061
Palabras restantes: 400 palabras.
Extraño lo que solía suceder en días como hoy y hoy no ocurrió. Hace unos meses ya eso dejó de estar en mi rutina y era algo que me ayudaba a salir de la cotidianidad; sin embargo, todo cambió desde que el contador de papá llegó a cero.
Pero, mejor te cuento bien, diario. Antes nos reuníamos con familias amigas, no muy lejos de Bogotá, para buscar formas de volver a tener la tranquilidad que hemos perdido. Queríamos recuperar nuestra voz y la cercanía con otros. Salíamos en nuestros carros y utilizábamos una estrategia de distracción para que la policía que deambulaba por las calles no notara que andábamos juntos. Porque, sí Diario: estar en grupo es sospechoso en este país. Lo que hacíamos era dar varias vueltas por la ciudad y después caminábamos unos dos kilómetros por una carretera destapada. Si encontrábamos un policía, alguien los sobornaba con dinero. Es que la situación actual nos molesta tanto que siempre buscábamos razones para hacer un cambio.
De esas salidas en familia en especial recuerdo a C. La admiraba por sus ideas, nos incentivaba a pensar que un país diferente era posible. En un principio me convencí de que ese cambio podría ser realidad, y casi lo vemos materializado antes de que C y otros desaparecieran.
Cuando las cosas respecto a ese tema se pusieron raras, decidieron no contarnos mucho. Yo estoy segura de que vi en la calle cómo quitaban de las paredes los panfletos que se pegaron denunciando esas desapariciones. Creo que estaban tramando algo peligroso, y pude concluir que C, junto a otras personas, tenía un plan de modificar los contadores de todos. Ella solía expresar que hablar nos iba a hacer libres.
Hoy extraño sus voces, que se apagaron hace un tiempo. También extraño las reuniones; ahí soñábamos la transformación de esta realidad agotadora. De nuestros encuentros quedaron las paredes de aquella bodega escondida, puntualmente, el salón del sótano 23. Nunca me quedó claro si descubrieron el lugar, solo sé que las desapariciones produjeron lo que vivimos ahora: silencio y miedo. Si alguien viera esta página me mataría, al menos tú, Diario, sigues siendo mío y con eso me conformo.
No sé si alguien vuelva a tener el deseo de conformar y organizar a las personas, hacer un grupo como el que fuimos en ese momento. Igual, no me gustaría que mis últimas palabras no las escucharan quienes viven cerca de mí, o que ellos no supieran qué pasó con mi cuerpo.
A.
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4 de junio 2061
Palabras restantes: 390 palabras.
Ya no escribo tan seguido como antes. Recordar la desaparición de quienes nos inspiraron a pensar y, tener tantos secretos, me tiene alejada de todo. La rutina se hace más pesada y siento que me alejo cada vez más de lo que me gusta para proteger a quienes me rodean. Ya casi no visito a la abuela Andrea, es difícil verla cuando no estoy de buen humor. Y, además, los trabajos de la universidad no paran.
Cuando dieron las 6:00 p.m., me di cuenta de que había olvidado buscar un lugar donde evadir el programa: El eco de la Unidad. Igual, es casi imposible encontrar dónde no escucharlo: está por todos lados. Se aseguran de que cualquier ser humano lo escuche: el presidente habla durante dos horas. Es abrumador que él no tenga que preocuparse por su número de palabras lo que seguramente hará que varias generaciones tengan que oírlo. Yo pienso que la única razón por la que él no se preocupa por sus últimas palabras es que es parte del gobierno. Ellos pueden hacer lo que quieran o así lo veo yo.
El programa de hoy no está muy lejos de la temática de todos los días: juzgar a la oposición. Comentan cómo debemos agradecer las acciones del buen gobierno, el cual yo creo que está lleno de puros bufones. Y sé que tengo la razón, todos son de la misma familia, o como diría la abuela Andrea: “cortados con la misma tijera”. Los hombres, sobresalen en todo y las mujeres, relegadas a hacer lo que ellos dispongan.
No se sabe mucho respecto al contador de palabras de las personas que trabajan en el gobierno. Recuerdo que en las reuniones que teníamos con C se decía que ellos no tenían contador o que, simplemente, cuando su contador estaba muy bajo lo modificaban. Eso tiene sentido, es imposible que para la edad que tienen, entre cincuenta a setenta y cinco años, puedan continuar con tantas palabras.
Quienes no hacemos parte del gobierno, siempre y cuando seamos “prudentes”, podemos llegar a los treinta y cinco años con suficientes palabras para expresarnos mínimamente con la voz. No obstante, se dice que somos la generación que más se ha arriesgado, que muchos se han quedado en silencio porque han decidido protestar.
Tengo hambre… Este programa es eterno y en casa no servimos la comida hasta que no termine. Cenar es una forma de poder tener algo de paz mientras
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5 de junio 2061
Palabras restantes: 390 palabras.
Ayer me quedé dormida con el diario en las piernas, me despertó mi mamá para comer y no terminé de escribir. Hoy, antes de salir, quiero desahogarme un poco más contándote de mi vida, diario, sobre todo, porque anoche soñé con Z y con el día en que nos conocimos. Fue gracioso porque sospecho que al principio no le agradé mucho, pero luego todo fluyó. El gusto por la música y el cine fue la excusa perfecta para acercarnos cada vez más.
En la adolescencia buscamos dónde refugiarnos para no escuchar los discursos de siempre y encontramos un lugar en donde ese sonido no retumbara tan fuerte en nuestros cerebros. Un espacio que nos permitía alejarnos de la realidad. Éramos cinco personas que íbamos a ese lugar secreto, entre esas Z. Allí compartíamos música, libros, maquillaje y cosas por ese estilo. Con el tiempo, nos sentábamos a ver pasar los aviones y a sentir el viento, tener algo de libertad… hablar cuando algo pasaba… si una tenía sus ojos llorosos o si vibraba de emoción, o una injusticia, un regaño o un amor, un beso y así…
Compartimos juntas muchas experiencias y momentos. Risas y llantos que nos unieron, pero también nos alejaron. Recuerdo el día en el que Z rompió en llanto porque se había restado una palabra por el primer suspiro, el contador lo había entendido como una forma de comunicación verbal. Ella relató, pausada y sin mirar el contador de palabras, que desde que su primo vivía con ellos sentía miedo, porque él llegaba a su habitación en la noche y se acostaba a su lado sin decir nada… Un “No” era insuficiente para que entendiera que no quería nada con él; mis ojos se llenaron de lágrimas y de impotencia. Él no había entendido que ese “NO” era una frase completa… ignoró la claridad de ese mensaje.
Ese día lloramos, Z cambió y yo también. El miedo a que descubrieran nuestro secreto y a la disminución acelerada de las palabras en el contador, hizo que nos alejáramos.
A.
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20 de julio 2061
Palabras restantes: 379 palabras.
Cada día es más difícil levantarse. Ayer, después de visitar a la abuela Andrea, salí a caminar y pensé en las fotos que me mostró. Recordé sus sonrisas, los colores y, definitivamente, que todo tiempo pasado fue mejor. Me distraje tanto en eso, que terminé entre un tumulto de gente y policías que requisaban los contadores. No sé cómo logré huir rápidamente de ahí y corrí a casa.
También recordé la voz de mi papá y sí que extraño su voz, todos los días. Compartimos y hablamos de todo, pero cambió cuando su contador descendió tanto que ya no hubo retorno. Las desapariciones de C y de los otros hacen que él piense que ese retorno no va a ocurrir.
No quiero que me pase lo mismo, siento miedo cuando el contador gira, lo siento en mi muñeca y eso me perturba. Aunque mi papá se ve tranquilo, sé que debajo de eso se esconde la tristeza. Sus historias eran importantes para mí o, más bien, su voz.
No tengo mucho por escribir, hoy solo me siento extraña.
El contador no deja de bajar…
Tuya, A.
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19 de agosto 2061
Palabras restantes: 350 palabras.
Hoy me arrepentí por decir algo. Normalmente me arrepiento de no decir lo que creo, siento, pienso e imagino; pero hoy, por culpa de una quemadura con agua, grité: “mierda”.
Sentí como una eternidad el movimiento del contador en mi muñeca. Y, aunque debo admitir que fue liberador, en el fondo sé que no me puedo dar el lujo de gastar mis palabras así.
Tuya, A.
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25 de septiembre 2061
Palabras restantes: 300 palabras.
Hoy fue el cumpleaños de mi mamá. Quería regalarle algo especial, así que aprendí un poema y decidí invertir mis palabras con ella. El poema se titula: “La esperanza es esa cosa con plumas” de Emily Dickinson.
Me paré frente a ella en su habitación, cerré la puerta y le pedí que se sentara, que me escuchara y no hiciera nada. En la intimidad de nuestro hogar, dije con voz clara:
“La esperanza es esa cosa con plumas
que se posa en el alma,
y entona melodías sin palabras,
y no se detiene para nada”
Lloró y me hizo la seña con la que crecí desde pequeña para saber cuándo no gastar palabras. De forma preocupada y rápida puso su dedo en su boca y, con la otra mano, estiró su palma en señal de que me detuviera. Sin embargo, suavemente bajé su mano y ella agachó su cabeza y la movió de arriba abajo diciendo que sí… así que seguí:
“y suena más dulce en el vendaval;
y feroz tendrá que ser la tormenta
que pueda abatir al pajarillo
que a tantos ha dado abrigo (…)”
Mi mamá es muy cuidadosa con sus palabras, por eso sentí cómo mi estómago se removió al escucharla decir: “amo tu voz, gracias”. Se instaló un silencio que nos permitía escuchar las hojas de los árboles en la calle y solo pudimos llorar juntas, en un abrazo silencioso que imitaba el ir y venir de las ramas con el viento. Valió la pena cada palabra que dije hoy.
Tuya, A.
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25 de noviembre 2061
Palabras restantes: 280 palabras.
¡Qué año tan eterno!… y sí, sé que ya no escribo tanto como antes. Si bien escribir no es un problema, pues me acerca a los recuerdos y me permite soñar, la realidad me despierta con la misma pregunta de siempre ¿Cuáles serán mis últimas palabras?
Me doy cuenta de que, con el paso del tiempo, las personas se alejan. No lo había sentido tanto como este año, en este tiempo es en el que más distancia he tomado de muchas personas. No sé si sea el silencio o mi forma de ser tan analítica o que no dejo de pensar angustiosamente en mis últimas palabras, todo esto puede que sea abrumador para otros. Ya no visito el lugar secreto, no tengo con quien hacerlo. Pensándolo bien, la distancia con… bueno, fue lo mejor para ella y para mí. No todos los cuentos de hadas son eternos, pero sí son eso: fantasía.
Ahora al menos ahorro palabras pues no tengo con quien gastarlas. Mi madre se empeña en que cuide mis palabras. Desde su cumpleaños todo ha sido silencio y regresó el mismo sentimiento de cuando el contador de papá se fue a cero. Siento que ella se alejó de mí, sus ojos se volvieron más tristes y nublados.
Ojalá algún día podamos volver a estar tranquilos.
A.
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1 de diciembre 2061
Palabras restantes: 278 palabras.
Algunos días uno no debería salir de la casa, o en su defecto no debería ni abrir los ojos, y hoy fue uno de esos días. Me desperté pensando que debía ir a comprar algunas cosas al centro comercial, en especial una chaqueta muy bonita que había visto en un almacén y para la que ahorré durante dos meses.
Cuando iba de salida, mi mamá me pidió que la esperara: ella iba a ir donde una tía y podíamos ir juntas a hacer las dos cosas. Además, me recordó que en esta época era mejor no estar sola en la calle, los ladrones están mucho más al acecho. Pero no le hice caso; doña independencia tenía que irse sola.
Diario, nunca había sentido tanto miedo como hoy, tanta impotencia y, al mismo tiempo, ganas de vomitar. Nunca voy a olvidar esos ojos cafés mirándome de forma intensa, mientras con un cuchillo me presionaba el estómago y con la otra mano buscaba de forma frenética todo lo que pudiera sacar de mi chaqueta, mi pantalón y mi bolso.
No sé qué me pasó, ni por qué lo hice, pero en un impulso para que no me robara mi reproductor de música, grité. Pedí ayuda y lo hice tan fuerte que toda la calle se inundó con mi voz. El ladrón me miró asombrado, creo que nadie lo había gritado mientras él cometía sus fechorías. Se asustó tanto que bajó el cuchillo y yo aproveché para empujarlo y correr mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
Corrí tan rápido que, cuando llegué a casa, apenas podía respirar. En la puerta estaba sentado mi papá leyendo un libro; intenté disimular y secarme las lágrimas rápido, pero tan pronto me vio lloré desconsolada. Le expliqué lo que me había ocurrido, no me dijo nada por haber hablado, solo me abrazó mientras le decía que todavía sentía las manos de ese señor en mi cuerpo. Después me dio un vaso de agua, me calmó y me escribió que no le contáramos a mamá, que él me iba a dar el dinero que me robaron, pero que no asustáramos a nadie de la familia.
Acepté asintiendo con la cabeza mientras veía sus manos temblando; creo que sentía impotencia al verme tan asustada. Cuando me calmé, me acompañó a mi cuarto, me acostó como cuando era niña y me hizo señas de que no me preocupara, que luego compraríamos las cosas que había perdido.
Todavía tengo dolor de cabeza y la sensación de esas manos sobre mi cuerpo. Sigo tan incómoda que no pude quedarme acostada, por eso me desperté a contarte lo que me pasó, diario.
No es justo que estas cosas pasen y todo quede en silencio.
A.
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7 de diciembre 2061
Palabras restantes: 277 palabras.
Las palabras disminuyen, también lo hacen los sueños. No tengo mucho por contar. Un año más va a terminar y el programa de tv sigue siendo el mismo. Las mismas imágenes y sonidos a las 6:00 p.m.
Y yo sigo con las mismas ideas y sentimientos.
No sé cuáles serán mis últimas palabras.
A.
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10 de febrero 2062
Palabras restantes: 266 palabras.
Las ganas de escribir se van perdiendo.
Me cuesta leer y, por eso, escribir también se vuelve más tedioso.
A.
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3 marzo 2062
Palabras restantes: 266 palabras.
¿Tenemos que agradecer al presidente?, pero ¿qué?
A.
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1 de abril 2062
Palabras restantes: 266 palabras.
Es difícil escribir algo nuevo, siempre con la misma rutina.
A.
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10 junio 2062
Palabras restantes: 266 palabras.
Extraño cuando veíamos aviones y, sobre todo, nuestras conversaciones.
A.
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20 de septiembre 2062
Palabras restantes: 255 palabras.
Sigo sin saber mis últimas palabras.
El mundo es muy raro. Siento impotencia al ver cómo la intención de algún cambio parece ser en vano. Pienso aún, cuáles serán mis últimas palabras. ¿Podré hacer algún cambio?
A.
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30 de diciembre 2062
Palabras restantes: 250 palabras.
El cielo está gris, es un bonito fin de año así (Sarcasmo).
A.
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12 de abril 2063
Palabras restantes: 185 palabras.
Vuelvo a ti, diario, pese a que aún persiste en mí esa sensación de estar perdida, tan perdida que la escritura no fluye. Releí las páginas anteriores, y me di cuenta de que todo el año pasado y los meses transcurridos de este, me encontré más de una vez frente al papel sin tener nada por contar. Esto también es parte de los efectos de la ausencia de la comunicación: no solo no escuchas a otros, sino que dejas de escucharte a ti y de tener qué decir.
A.
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26 de abril de 2063
Palabras restantes: 170 palabras.
La abuela Andrea murió hoy a las 7:26 p.m. Sospecho que ya sentía algo, quizá un malestar, un dolor o una extrañeza, porque hace tres días, en mi última visita a su casa, me habló. Me contó la historia completa de una foto con palabras habladas. Era una foto de toda la familia hace 18 años, cuando yo tenía 3 años. Habló unos dos o tres minutos continuos, tomó un poco de agua y sonrió como si supiera algo. Ahora, su acción cobra sentido, pues ella se fue con su voz.
Me gusta esa idea que dejó en mí. Ese tipo de insubordinación frente a este mundo. Pero, a diferencia de la abuela Andrea, yo sí quiero usar mis palabras, sí quiero decir algo y aceptar lo que viene después.
A.
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3 de junio de 2063
Palabras restantes: 150 palabras.
Hoy saqué las últimas pertenencias de la abuela, las pocas que quedaban en su apartamento. Mientras organizaba su habitación, elegí algunas prendas de los cajones, removí el colchón y algo cayó a mis pies. Era un libro, tenía las hojas amarillas, algunas estaban sueltas y salieron a volar. No tenía portada, estaba totalmente escrito, no quedaba ni un espacio para una palabra. Vi la primera página, en ella un párrafo largo con letra cursiva escrita a mano y una firma. Recorrí rápidamente todas las páginas llenas de polvo y, cada una, dos o tres hojas, veía esa misma firma. El libro olía a humedad, seguramente estaba guardado desde hace mucho tiempo. Además, tenía fechas, fechas desde 2047.
Abrí una página cualquiera, y leí:
“Podrán callarnos, pero no pueden impedir que tengamos nuestras opiniones. Esta política, la que el gobierno ha pintado como efectiva y definitiva, la política del silencio, fallará como lo han hecho otras tantas en el pasado. Hablaré, hablaremos por siempre”.
Era un diario, como tú. Seguramente las palabras que la abuela no quiso —o no pudo— decir, quedaron en él. Pero, lo que entiendo de ese diario es que ella, así como yo y como muchas otras personas, tenemos claro que nunca podrán silenciarnos por completo. Empiezo a acercarme a mis últimas palabras, pero ya no lo hago con miedo, sino con esperanza.
Tuya, A.
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27 de julio de 2063
Palabras restantes: 123 palabras.
Diario, gracias por existir. Si no existiera la escritura, no sé qué sería de mí. Sé que cuando mi contador llegue a cero, y aunque tenga miedo, volveré a escribir en ti. Puede que ellos lleguen a silenciar mi voz, pero a mi mente, nunca.
Tuya, A.
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15 de agosto de 2063
Palabras restantes: 112 palabras.
Hoy cumplo 22 años y sigo con la gran duda rondando por mi mente: ¿qué voy a decir cuando mi contador tenga menos de 100 palabras?, ¿cuáles serán mis últimas 20 palabras?, ¿las últimas 10?, ¿última palabra? No quiero decir mis últimas palabras en vano.
Para este momento sé que no las voy a gastar en una pelea, eso no.
Tuya, A.
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10 de octubre de 2063
Palabras restantes: 110 palabras.
Diario, sé que las palabras no cambian al mundo. Si así fuera, los tantos discursos emblemáticos dichos en el siglo XX y parte del XIX habrían terminado con la guerra, el hambre y la discriminación. Pero, es innegable que una palabra, una señal o una frase en el momento adecuado puede prender una llama imposible de apagar. Por algo la humanidad inventó el lenguaje hace más de cincuenta mil años, porque lo que está en la mente, lo que está dentro de nosotros, necesita un camino de salida al exterior: un papel, un grito, una canción, una amiga, un amor, un diario.
Hoy, Diario, escuché el discurso de El gran dictador de Charles Chaplin, grabado en 1940. Estaba en una USB, pegada con cinta en el diario de la abuela Andrea. Ese monólogo tiene más de ciento veinte años de existencia, pero creo que nunca tuvo más sentido que hoy. Un hombre, hace más de cien años, sin saberlo —o, quizá, viviendo la historia que hoy se repite— habló de los “hombres máquinas, con cerebros y corazones de máquinas”, a quienes reconozco ahora como los “líderes” de mi país. Y eso es triste. Pero también percibo la unidad, aunque sutil, de las personas, porque, aunque no hablemos, sé que queremos y exigimos vivir diferente.
Mis partes favoritas del discurso se resumen en las siguientes líneas:
** “Más que máquinas, necesitamos humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura. Sin estas cualidades la vida será violenta. Se perderá todo.”**
** “No se entreguen a esos individuos inhumanos, hombres máquinas, con cerebros y corazones de máquinas. Ustedes no son máquinas; no son ganado. Son hombres. Llevan el amor de la humanidad en sus corazones. No el odio. Sólo los que no aman, odian. Los que no aman y los inhumanos”.**
** “Ustedes, el pueblo, tienen el poder. El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad. Ustedes, el pueblo, tienen el poder de hacer esta vida libre y hermosa. De convertirla en una maravillosa aventura”.**
Esto, sin lugar a dudas, es lo que necesitaba para encontrar calma no solo con mi carrera, sino con mis palabras restantes. Primero, porque ya sé la razón para estudiar historia: la historia no solo me enseña, sino que me inspira. Ya puedo responder aquella pregunta de E. Segundo, mis últimas palabras pueden ser esa llama inicial o una chispa para mi vida y la de otras.
Los hombres máquina se equivocaron, porque, aunque ese chip toque el cerebro, no toca la mente, no toca el corazón. Mi mente es libre. La magia del lenguaje no son solo los dedos en movimiento para comunicar, ni los labios para recitar o el papel para guardar una idea; la magia del lenguaje viene de adentro, de esa mezcla de mente y corazón. Y estos dos, SIEMPRE, encuentran un camino para hacerse escuchar y entender.
Tuya, A.
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01 de noviembre de 2063
Palabras restantes: 110 palabras.
Tengo algo en mente. Algo que, además, ya compartí con mis confidentes, quienes se unieron a la idea. Ahora, pensaré cómo hacerlo realidad.
Tuya, A.
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27 de noviembre de 2063
Palabras restantes: 101 palabras.
Después de días pensándolo, recordé el megáfono pequeño y antiguo de papá. Estaba en la habitación que él usa para leer, no lo veía desde mis 9 o 10 años, cuando él lo sacaba para jugar con los sonidos del parque cerca a nuestra casa. A mí ese aparato me encantó y me pareció poderosa la idea de amplificar los sonidos. Y, hoy quiero amplificar un sonido específico: mi voz.
Estoy lista, Diario. Ya sé cuáles serán mis últimas palabras.
Tuya, A.